El agro argentino aprendió a sobrevivir a los márgenes finitos y a la incertidumbre cambiaria. Esa gimnasia lo volvió un terreno fértil para el agtech: un ecosistema en el que startups, productores e inversores buscan respuestas más allá de la retórica. La discusión dejó de girar en torno a si se incorporará tecnología y pasó a concentrarse en otra pregunta mucho más incómoda: cómo hacerlo de un modo que realmente impacte en la rentabilidad, reduzca la vulnerabilidad de los márgenes y habilite a competir en una escala global cada vez más exigente. Lo que se juega no es la adopción de herramientas, sino la capacidad de sostener un modelo de negocio en un contexto que no perdona improvisaciones.
Los fondos de inversión fueron los primeros en marcar el cambio de época. Las promesas ya no alcanzan, lo que se impone son métricas, equipos capaces de ejecutar y posibilidades de escalar más allá de las fronteras. Juan Martín Ninfea, CEO del fondo Pampa Start, sintetiza: ""En Pampa Start lo resumimos en tres palabras: talento, tecnología y tracción". No se trata de un lema sino de una frontera: sin fundadores con visión y capacidad de llevar sus soluciones al mercado, sin innovación tecnológica y sin señales tempranas de adopción, no hay inversión posible.
El capital dejó de tolerar discursos aspiracionales. El ecosistema aprendió a la fuerza que sin evidencia no hay cheque y que sin escalabilidad global no hay tiempo para insistir. La Argentina, acostumbrada a sobrevivir en la inestabilidad, hoy se enfrenta a una contradicción brutal: tiene el talento y los problemas, pero cada vez menos margen para el ensayo y error.
Ese filtro obliga a los emprendedores a elegir bien qué problemas resolver. Nicolás Otamendi, CEO de Eiwa, lo plantea en términos prácticos: "Lo primero es identificar en qué decisión del productor queremos aportar mayor valor". El capital busca impacto tangible en la gestión del campo y descarta soluciones que no logren traducirse en decisiones concretas. La distancia entre lo que promete un pitch y lo que resuelve en una hectárea se volvió insalvable.
Desde el campo, la lógica es similar. Federico Boehler, gerente general del Grupo Boehler, marca una diferencia que condiciona a todo el ecosistema: "Las grandes compañías prueban en frontera y escalan; las pymes, con management más unipersonal y finanzas ajustadas, incorporan lo validado por la mayoría". En otras palabras, mientras unas pueden asumir riesgos y experimentar, otras deben esperar a que el mercado confirme la utilidad de una herramienta antes de sumarla.
En este contexto, Ninfea pone el límite: "Invertimos desde etapas tempranas, pero no en ideas", enfatiza. La condición mínima es un producto viable con métricas comprobables. El dinero llega acompañado de otra moneda igual de valiosa: las redes. "trabajamos mucho las vinculaciones con Brasil y Estados Unidos para aportar esa pata global", agrega. La internacionalización dejó de ser un objetivo de mediano plazo y pasó a ser un requisito de arranque.
Datos que revelan pérdidas ocultas
Los balances globales del agro esconden márgenes negativos que solo aparecen cuando se observa con lupa. Otamendi lo demuestra con un ejemplo: "cuando usan nuestra plataforma realizan un análisis de rentabilidad metro por metro y descubren que un 30% del área tiene margen bruto negativo". Lo que parecía un lote rentable en promedio revela pérdidas millonarias al desagregarse.

La precisión también explica la tracción de startups como DeepAgro: "Logramos ahorros promedio del 73% en herbicidas, unos 40 dólares por hectárea", señala Juan Manuel Baruffaldi, CEO de la compañía. La ecuación es contundente: menor costo, mayor margen y mejor control de malezas resistentes. Pero más allá de los números, el diferencial está en el modo en que se sostiene la innovación. "nuestro producto es distinto todos los años porque el core está en el software", explica Baruffaldi. La actualización continua es la única forma de no caducar antes de escalar.
La innovación en el agro ya no puede medirse en ciclos de décadas. Cada campaña es un laboratorio: lo que no evoluciona se vuelve obsoleto antes de cosechar. Así, la predisposición del productor argentino fue clave en esa adopción. "El productor argentino es súper innovador y pragmático: si funciona y es fácil de usar, se adopta", sostiene Baruffaldi. El mito del conservadurismo rural se desarma cuando se observa cómo los referentes del sector apostaron temprano por soluciones nuevas, acelerando su validación en el campo.
Aún así, la disparidad persiste. Boehler pone números a esa brecha: "Las métricas más confiables hablan de un 50% de productores usando tecnologías y un 35% aprovechándolas de manera integral". El diagnóstico es claro: la mitad avanza, pero solo un tercio logra integrar por completo lo digital en su operación. Y en un contexto de volatilidad, esa diferencia puede ser decisiva.
La tecnología no divide entre innovadores y conservadores, sino entre quienes tienen espalda financiera y quienes no. La desigualdad también se mide en gigabytes.
Innovación, sustentabilidad y cooperación
La dimensión ambiental agrega otra presión. Reducir el impacto ya no es un gesto reputacional, sino un factor que empieza a condicionar la entrada a mercados. "Nos enfocamos en reducir el impacto ambiental y acompañar al productor en ese proceso", comenta Baruffaldi. Aunque todavía no existan regulaciones globales estrictas, las tendencias internacionales apuntan en esa dirección.
La poscosecha también se volvió un terreno de disputa. Wiagro decidió intervenir en un invento argentino que cambió la logística agrícola: el silobolsa. "Reinventarlo es pasar de un plástico a un ecosistema digital que protege alimentos, reduce pérdidas y habilita financiamiento y seguros", describe Ariel Ismirlián, CEO de Wiagro. Convertir un contenedor pasivo en un activo digital abre la puerta a nuevos servicios.
El problema a resolver es universal. "Cada año se deterioran millones de toneladas de granos por falta de información y control", advierte. El desarrollo apunta a generar datos confiables, emitir alertas tempranas y construir trazabilidad. "Argentina tiene la oportunidad histórica de volver a marcar el rumbo: no solo exportar granos, sino la tecnología para conservarlos mejor", añade.
Esa escala se potencia en espacios colectivos como el clúster agtech de Córdoba, que reúne a más de 40 empresas, productores, universidades y organismos públicos. Allí se prueban soluciones en campo real, se comparten aprendizajes y se tejen vínculos que facilitan la internacionalización. La innovación deja de depender de un solo actor y se convierte en una práctica organizada que combina competencia y cooperación.
El verdadero diferencial argentino no está solo en lo que produce, sino en cómo aprende a cuidarlo. Exportar conocimiento aplicado puede pesar más que exportar toneladas. En eso, el clúster cordobés es una señal de madurez: pasar del relato del emprendedor solitario a un ecosistema que entiende que sin cooperación no hay futuro.
El agtech argentino no es todavía un sector maduro, pero sí un escenario donde se definen las condiciones de competitividad futura. Fondos que exigen disciplina, startups que diseñan para no caducar, productores que aprenden a mirar más allá de los promedios y ecosistemas que empiezan a articularse. La pregunta ya no es si habrá innovación, sino quién logrará sostenerla. En un mundo que no espera, la capacidad de traducir datos en decisiones y decisiones en resultados será el verdadero diferencial del agro argentino.