No faltan mujeres preparadas. Tampoco faltan diagnósticos, reportes ni promesas en PowerPoint. Lo que falta es movimiento. En los directorios —el lugar donde se deciden estrategia, riesgo, sucesión y capital— la renovación todavía es más retórica que real. La agenda cambia para parecer contemporánea; la composición se conserva para seguir siendo predecible. Y en esa tensión se construye un techo invisible que no se rompe con un manifiesto, sino con una redistribución concreta del poder.
Esa distancia entre el discurso y la práctica no es un accidente: es un diseño. “La mayor brecha no está en la intención, sino en los procesos internos que no se actualizan al ritmo del discurso”, advierte Patricia Pomies, former COO global de Globant y actual board member y asesora en estrategia, crecimiento y transformación empresarial.

La experiencia de los boards en la región confirma que el problema aparece exactamente donde se define quién entra y quién no entra. Olga Botero, directora independiente en Betterware México y miembro independiente y asesora del comité de auditoría de Coppel, describe el mecanismo con una precisión incómoda: “se habla mucho de diversidad, se incluye en los valores y en los reportes ESG, pero cuando vamos a ver los procesos de selección, crecimiento y retención, estos no han cambiado lo suficiente”. No es que la diversidad no exista: es que no gobierna.
Cuando la diversidad es un valor, pero no una regla
La diversidad se convirtió en un idioma corporativo correcto. Se enuncia con seguridad, se sostiene con datos y se celebra como principio. Pero la pregunta que importa no es cuántas veces se pronuncia la palabra, sino en qué momento entra a jugar en serio. En la práctica, buena parte de las organizaciones sigue operando bajo una lógica de continuidad: elegir a quien se parece a quien ya estuvo. Botero lo dice sin eufemismos cuando mira el circuito de sucesión: “se buscan personas iguales a las que desempeñan los cargos hoy”.
En los boards, la diversidad suele presentarse como una causa ética. Pomies pide correrla de ahí y ubicarla donde duele: en el desempeño y la competitividad. “La diversidad es un tema de performance, no de compliance”, sostiene, y agrega que “cuando se entiende como palanca de innovación, de mitigación de riesgos y de capacidad de adaptación, el resultado cambia”. El problema, advierte, es que muchas compañías la tratan como “un programa paralelo” y no como un criterio operativo.

La discusión global empuja la misma idea, pero con un paso previo que suele ignorarse: la silla del directorio es la última estación, no la primera. Erin Dwyer, CEO de Women Corporate Directors (WCD), explica que “las mujeres llegan a los boards después de carreras ejecutivas exitosas” y que, por eso, el debate no puede limitarse a quién ocupa el asiento, sino a cómo se construye el camino para llegar. Cuando ese pipeline no existe —o está roto por falta de oportunidades, de redes o de condiciones de carrera—, la diversidad se vuelve episódica. Y cuando es episódica, no cambia el poder: apenas lo visita.
Entrar no es pertenecer: las resistencias que no figuran en actas
El mito corporativo dice que el techo se rompe cuando se consigue la silla. La realidad es más áspera: muchas veces, la silla es apenas el comienzo de una negociación por la voz. Las resistencias no siempre son escandalosas; a menudo son técnicas, educadas, invisibles. De hecho, esa es su eficacia. El problema no es solo el acceso: es la influencia.
En esa zona gris aparecen situaciones que no quedan consignadas en las actas. Botero lo describe desde la experiencia: “ser interrumpida de manera sistemática o que una idea solo sea válida cuando la confirma otra persona sigue siendo parte del día a día”, advierte, y señala que ese tipo de dinámicas erosionan la autoridad sin necesidad de confrontación abierta.

“Es la naturaleza humana buscar gente como uno”, plantea Dwyer, y por eso romper el patrón requiere intención y diseño, no buena voluntad. En ese sentido, insiste en que la conversación global ya no puede quedarse en la foto de quién llegó, sino en el ejercicio real del rol: una mujer en un board sin voz no diversifica las decisiones; apenas diversifica la presencia. “No es suficiente que estés en el board si tu voz no se escucha”, advierte Dwyer, poniendo en evidencia la desventaja de “ser nueva y ser pocas” dentro de un grupo históricamente estable.
Rotan los temas, no el poder (y el Estado podría acelerar lo que el mercado estira)
Hay directorios que suman temas como quien suma hashtags: IA, sostenibilidad, talento, geopolítica. Pero la estructura decisoria permanece igual. Cambiar la agenda puede resultar más fácil, pero la agenda sola no gobierna; cambiar su composición es costoso. Y el costo no es solo económico: es simbólico, porque implica ceder el control. El resultado es un fenómeno cada vez más visible: alta rotación de conversaciones, baja rotación de personas.
En el sector público, el problema adopta otra forma, pero se alimenta de la misma lógica: discrecionalidad, redes cerradas, ausencia de estándares. Gala Díaz Langou, directora ejecutiva de CIPPEC, sostiene que la subrepresentación de mujeres en los directorios de empresas estatales “no responde a una única causa”, sino a factores estructurales que reproducen desigualdades. El primer factor, para Díaz Langou, es el mecanismo de nombramiento: “carece de reglas claras, transparentes y meritocráticas”, lo que amplía la discrecionalidad política y refuerza la homogeneidad. Y agrega una paradoja argentina que debería clausurar el argumento del “no hay”: las mujeres “alcanzamos, en promedio, niveles educativos más altos que los varones”. Si el criterio fuera la idoneidad, el resultado debería invertirse.

La política, en su análisis, puede ser freno o palanca; hoy Díaz Langou asegura que “funciona como freno porque prioriza la confianza y la cercanía en élites masculinizadas. Pero, a diferencia del mercado, el Estado tiene una capacidad que podría acelerar el cambio: dictar reglas”. La implicancia es brutal: en Argentina, el sector privado habla de evolución; el Estado, si decide, puede imponer velocidad.
Desde la lógica del negocio, Pomies lo resume sin dar vueltas: “cuando un directorio se homogeneiza, se achica su capacidad de anticipación”. En un contexto de disrupción permanente, sostener estructuras cerradas no es tradición: es vulnerabilidad.
El problema no es cultural ni generacional: es estructural. Los directorios no cambian porque no están diseñados para hacerlo. Se reproducen por cooptación, afinidad y control, no por mérito ni por evidencia. La diversidad incomoda porque altera las jerarquías, redistribuye la influencia y expone decisiones que antes se tomaban sin escrutinio. Mientras ese mecanismo no se modifique, la discusión seguirá orbitando el discurso y evitando el núcleo: quién decide, con quién y para quién.
Hasta que eso no ocurra, los directorios seguirán hablando del futuro con la tranquilidad de quienes saben que, pase lo que pase afuera, el poder —adentro— no se mueve.