Las cifras ayudan a dimensionar el fenómeno. Las pymes representan el 99,3% del total de empresas en Argentina y generan la mayor parte del empleo privado, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos y del Ministerio de Economía del año 2024. Pero el verdadero dato alarmante está en la supervivencia: solo el 35% de las empresas familiares supera la primera generación, un 10% llega a la segunda y apenas un 2% a la tercera, según el Club Argentino de Negocios de Familia en 2023. En 2025, el informe "Radar Pyme", de la Asociación de Empresarios Nacionales (ENAC), registró una caída abrupta de actividad. La pregunta, entonces, no es si pueden crecer: es cómo no mueren.
La densidad empresarial también dice mucho. Según el Banco Mundial en 2021, Argentina tiene solo 12 empresas por cada 1.000 habitantes. Chile cuenta con 58. Uruguay, 48. México, 34. Brasil, 25. En ese desierto, sostener una pyme familiar implica pelear contra la estadística, la política, la economía y, muchas veces, contra la dinámica familiar.
El legado que se negocia
La herencia empresarial, en un país inestable, no es un activo: es una pregunta abierta. Juan Ignacio Martin, gerente general de Grupo Martin, lo enfrentó desde la estructura. "Hay que preparar a la siguiente generación antes de que haga falta, no después", afirma, y agrega: "muchas veces tuvimos que desaprender lo que funcionaba hace diez años para poder sostener la empresa hoy".
Lo más difícil de gestionar en una empresa familiar no es el negocio: es el pasado. Porque cuando las decisiones operativas vienen atadas a afectos, recuerdos o silencios históricos, el Excel ya no alcanza. Patricia Malnati, presidenta de Jomsalva, eligió también romper con la linealidad heredada. "Hoy se trata de formar personas que puedan adaptarse a un mundo distinto al nuestro", sostiene, y remarca: "el mayor acto de liderazgo es construir algo que no te necesite".
La resignificación del legado también implicó un cambio en la narrativa interna. "Ya no es solo continuar un nombre, sino una forma de hacer las cosas con ética, pasión y responsabilidad", explica Claudia Álvarez Argüelles, presidenta de Álvarez Argüelles Hoteles, y sintetiza: "defendemos la cultura, no los apellidos". En la mayoría de las empresas familiares argentinas, la palabra "legado" funciona como un escudo. Pero los escudos, cuando no se revisan, se vuelven techo. El legado no es repetir lo que funcionó: es tener el coraje de transformarlo cuando ya no alcanza. Eso, más que tradición, es liderazgo.
Sol Trybiarz, cofundadora de la marca de indumentaria Millie, lo vive como un ejercicio cotidiano. "Cada vez que decidís seguir, renunciás a una salida más fácil", reconoce, y dice: "también reafirmás lo que querés construir, incluso cuando eso implique revisar lo que fundaste". Postergar definiciones por no querer herir sensibilidades es la receta silenciosa para el estancamiento. Profesionalizar, en este marco, no es modernizar: es permitir que las decisiones se tomen antes de que exploten.
Lo familiar que se profesionaliza
El profesionalismo no es una moda importada, sino una condición de supervivencia. Martin lo vivió en carne propia: "La profesionalización fue una decisión difícil, pero urgente", explica, y aclara: "no podíamos seguir mezclando lo familiar con lo operativo si queríamos crecer con bases sólidas". Lo afectivo puede ser una ventaja diferencial si está ordenado, pero se vuelve una trampa cuando opera como chantaje implícito. La línea entre "trabajamos juntos porque confiamos" y "trabajamos juntos porque no sabemos separarlo" es delgada. Y esa ambigüedad, si no se gestiona, no se perdona.
Trybiarz coincide en la incomodidad inicial. "No se puede seguir operando solo con intuición", afirma, y agrega: "empezamos a trabajar con procesos e indicadores, aunque al principio incomodara a todos".
La institucionalización emocional también fue parte de la transformación. "Creamos un protocolo familiar y nos reunimos mensualmente durante cuatro horas para definir la convivencia entre familia y empresa", cuenta Juan Pablo Rudoni, presidente de Ecosan, y argumenta: "lo afectivo necesita procesos".
Hay empresas que se especializan en lo que hacen. Y otras que se especializan en sostener conflictos no resueltos. En muchas pymes familiares, el verdadero management no está en el plan financiero, sino en el arte de evitar discusiones que deberían haberse tenido hace una década.
Malnati insiste en que el cambio no debe implicar pérdida de identidad. "Profesionalizar no es despersonalizar", asegura, y completa: "es hacer que la empresa funcione mejor para todos, sin perder cercanía ni compromiso".
La sucesión que se diseña
Anticiparse a los conflictos fue la única forma de no heredar un problema. Rudoni decidió transferir parte de su participación a sus hijos antes de que el protocolo lo exigiera. "No fue solo una decisión legal, fue una estrategia de continuidad emocional y operativa", explica, y agrega: "nos consideramos una familia empresaria, no una familia con empresa".
El error más común en la sucesión es pensar que hay tiempo. Que cuando llegue el momento, se hablará. Que cuando el fundador afloje, los demás sabrán qué hacer. Pero el momento nunca llega, o llega con crisis. Y entonces ya no se decide: se sobrevive. Malnati lo vivió con la misma lógica: planificar el traspaso no es debilidad, es visión. "El mayor error es pensar que hay tiempo", reflexiona, y sostiene: "el legado no se transfiere, se construye".
Álvarez Argüelles encontró valor en la tensión generacional. "Los mejores debates surgen cuando se combinan la experiencia de quienes vivieron muchas crisis con la osadía de quienes no le temen al error", señala, y dice: "la clave es escucharse con respeto, no ceder por cansancio".
La sucesión no es un momento: es un proceso que debería empezar cuando todavía nadie lo necesita. El problema es que en muchas empresas familiares argentinas se vive como un tabú, como si hablar de lo que viene implicara admitir una retirada o un fracaso. Pero no planificar la sucesión no preserva el orden.
Estas empresas no sobreviven porque son familiares. Sobreviven porque aprendieron a negociar herencias sin idealizarlas, a profesionalizar vínculos sin romperlos, y a diseñar sucesiones sin romantizarlas. En un país que cambia de reglas cada semestre, mantenerse no es tradición: es disrupción.