Forbes Argentina
fracaso, fallo, errores, enojo, depresión
Liderazgo

Qué es el "liderazgo agresivo", por qué está en auge y cómo afecta el lugar de trabajo

Tomas Chamorro-Premuzic

Share

Lo que dice la ciencia sobre el impacto que tienen los líderes abrasivos, audaces y duros en sus seguidores, organizaciones y naciones.

4 Junio de 2025 09.12

Cuesta creerlo, pero no hace mucho tiempo el manual de liderazgo estaba siendo reescrito con tinta más suave: páginas llenas de empatía, vulnerabilidad y humildad. Se celebraba a los CEOs que mostraban emociones, no a los que las reprimían; la fortaleza se redefinía como autoconciencia, no como dominio. Y sin embargo, acá estamos. 

Basta con mirar los titulares, echar un vistazo a las salas de reuniones o deslizar por las redes sociales: el tipo duro está de vuelta. El arquetipo alfa, todo fanfarronería y rugido, está siendo reciclado de pronto como la respuesta frente a la incertidumbre. El liderazgo agresivo, antes criticado por su miopía y el daño cultural que generaba, y más relacionado con lo autocrático que con lo democrático, parece estar resurgiendo como una secuela mala que nadie pidió... pero que, de algún modo, sigue siendo aprobada una y otra vez.

De hecho, existe un atractivo profundo por el líder de estilo alfa y duro, uno que va mucho más allá de las modas en las oficinas o los ciclos políticos. Psicológicamente, nuestra atracción hacia figuras dominantes y autoritarias responde a algo primitivo. Sigmund Freud, en su exploración de la psicología de los grupos, sugirió que en tiempos de incertidumbre los individuos tienden a ceder su autonomía a figuras poderosas que parecen ofrecer control y certeza.

En su obra de 1921 Psicología de las masas y análisis del yo, Freud argumentó que las personas proyectan una versión idealizada de la fuerza sobre los líderes, asignándoles inconscientemente el rol de protector o incluso de figura parental. En esencia, cuanto más caótico se siente el mundo, más inclinados estamos a seguir a alguien que se muestra absolutamente seguro de sí mismo, incluso si esa seguridad roza lo delirante.

Aunque gran parte del pensamiento de Freud (y en especial sus métodos) cuenta hoy con escaso respaldo entre los científicos modernos, la idea de que estamos biológicamente predispuestos a dejarnos seducir por líderes duros y agresivos fue ampliamente replicada en estudios académicos recientes. En particular, las investigaciones en ciencias sociales demostraron que en períodos de crisis —recesiones económicas, guerras, pandemias o inestabilidad institucional— las personas son estadísticamente más propensas a apoyar figuras autoritarias que exhiben confianza, decisión y dominio, sin importar su verdadera competencia, talento o integridad (aspectos que, incidentalmente, son mucho más difíciles de juzgar, especialmente si confiamos en la intuición en lugar de herramientas de evaluación basadas en la ciencia o datos rigurosos).

En esa línea, un estudio de 2017 publicado en Nature Human Behaviour reveló que la exposición a amenazas (como el terrorismo o brotes de enfermedades) incrementa la preferencia por liderazgos jerárquicos y fuertes en diferentes culturas. De forma similar, la "hipótesis de compensación" en la psicología política sugiere que las personas recurren a líderes dominantes como una forma de compensar sentimientos de impotencia personal o colectiva. Esto explica por qué, en tiempos frágiles, la fanfarronería puede confundirse con competencia y la agresividad con claridad. El tipo duro no sólo sobrevive a la tormenta: promete controlarla. Y esa ilusión, por peligrosa que sea, puede resultar increíblemente seductora.

En un sentido similar, la psicología evolutiva ofrece parte de una explicación convincente para nuestra atracción hacia líderes dominantes de estilo alfa, especialmente en tiempos de incertidumbre. Históricamente, la supervivencia dependía a menudo de identificar y seguir rápidamente a individuos capaces de brindar protección, imponer orden y tomar decisiones rápidas y críticas (a diferencia de hoy, donde las decisiones clave de los líderes se desarrollan en el terreno de las ideas abstractas, el pensamiento estratégico y la planificación a largo plazo, con consecuencias que sólo pueden observarse muchos años después, y rara vez con claridad). En las tribus humanas primitivas, quienes proyectaban fortaleza y confianza eran más propensos a liderar las partidas de caza, defender al grupo frente a amenazas o mantener la cohesión interna. Con el tiempo, la selección natural favoreció los rasgos que permitían detectar y someterse a figuras dominantes cuando el entorno indicaba peligro.

Desde esta perspectiva, nuestra atracción moderna hacia los "hombres fuertes" no es solo cultural: es biológica. Cuando percibimos amenazas (sean reales o fabricadas), nuestro cerebro todavía activa esos circuitos antiguos que alguna vez nos ayudaron a sobrevivir. Estudios en psicología evolutiva sugieren que las personas tienden a apoyar líderes dominantes y de apariencia masculina durante épocas de guerra o crisis, mientras que prefieren líderes más colaborativos y empáticos en tiempos de paz y estabilidad. Un estudio muy citado de 2005 realizado por Little, Burriss, Jones y otros halló que los participantes preferían rostros masculinos más dominantes cuando eran inducidos a pensar en conflictos entre grupos, lo que refuerza la teoría de que nuestras preferencias de liderazgo cambian según el contexto.

trabajo errores liderazgo humildad
Un estudio  halló que los participantes preferían rostros masculinos más dominantes cuando eran inducidos a pensar en conflictos entre grupos.

En el fondo, estamos programados para buscar protección y control cuando el mundo se torna inestable, y esa programación a menudo interpreta la agresividad, el dominio y la fanfarronería como señales de seguridad, incluso cuando no lo son. Pero como bien señala el brillante psicólogo evolutivo Geoffrey Miller, así como evolucionó nuestra capacidad para juzgar la competencia, también evolucionó nuestra capacidad para engañar a los demás sobre ella. La confianza y la fanfarronería son hoy estrategias de distracción comunes para aparentar competencia, incluso cuando no existe—especialmente en ámbitos como el liderazgo, donde los verdaderos indicadores de habilidad suelen ser difíciles de medir. Esto se alinea con nuestras propias investigaciones académicas, que demuestran de forma consistente que en cualquier área de talento o pericia, incluido el liderazgo, la confianza y la competencia coinciden apenas en un 9 % de los casos (las correlaciones entre ambas rara vez superan los 0,3). En otras palabras, cuando elegimos líderes basándonos en cuán seguros y decididos parecen, estamos condenados a elegir personas que en realidad no son buenas para el cargo

Esta disociación entre la confianza y la competencia no es simplemente una peculiaridad del juicio humano: tiene consecuencias reales. Es importante entender que, aunque la agresividad y el exceso de confianza puedan ayudar a una persona a emerger como líder, eso no significa que será efectiva en el rol. La emergencia del liderazgo y la eficacia del liderazgo no son lo mismo. Como mis colegas y yo señalamos en reiteradas ocasiones, llegar a la cima suele reflejar qué tan bien alguien sabe "jugar el juego", no qué tan bien lidera una vez que está ahí. De hecho, la investigación sugiere que al menos la mitad de quienes alcanzan posiciones de liderazgo terminan siendo ineficaces, y muchos incluso perjudican activamente a sus equipos, minan la moral o generan disfunciones en toda la organización. Así, si bien el arquetipo del líder duro y asertivo puede ayudar a captar la atención o escalar posiciones, no garantiza un impacto positivo—de hecho, muchas veces es una señal de alerta disfrazada de fortaleza de liderazgo.

En esta línea, un metaanálisis exhaustivo refuerza el impacto perjudicial del liderazgo agresivo sobre la dinámica laboral. Al analizar datos de 165 muestras que abarcan a más de 115.000 participantes, el estudio halló que los estilos de liderazgo destructivos—como conductas abusivas, narcisistas, incívicas y autoritarias—están significativamente asociados con un aumento de la agresión en el lugar de trabajo. En particular, el liderazgo abusivo mostró la correlación más fuerte con la agresión laboral, lo que evidencia que este tipo de liderazgo no solo no reduce los comportamientos negativos, sino que los agrava activamente. Por el contrario, el estudio demostró que el liderazgo ético es el que más se asocia con la disminución de la agresión laboral, subrayando el rol protector de los enfoques basados en valores y principios morales. Estos hallazgos indican que, si bien las personas agresivas y demasiado confiadas pueden ascender a posiciones de liderazgo, su impacto a menudo socava la cohesión del equipo, el bienestar de los empleados y la salud organizacional. Esto refuerza la idea de que los rasgos que facilitan la emergencia del liderazgo no se traducen necesariamente en resultados de liderazgo efectivos.

Del mismo modo, un metaanálisis muy reciente ofrece un examen exhaustivo de cómo la agresión en el lugar de trabajo afecta negativamente el rendimiento de los empleados. Al analizar 471 muestras únicas de 36 países, con más de 149.000 participantes, el estudio identifica cinco mecanismos clave a través de los cuales la agresión laboral impacta el desempeño: la calidad de las relaciones, la percepción de justicia, la tensión psicológica, el afecto negativo y la autoevaluación del estado emocional. Los resultados revelan que la agresión laboral socava significativamente el rendimiento en las tareas, las conductas de ciudadanía organizacional e incrementa los comportamientos desviados. Notablemente, la autoevaluación del estado emocional y el afecto negativo surgieron como los mediadores más influyentes en el rendimiento en las tareas y los comportamientos desviados, respectivamente. Para las conductas de ciudadanía organizacional, la calidad de las relaciones fue el mediador predominante. Estos resultados destacan que los estilos de liderazgo agresivos—que a menudo se manifiestan como agresión en el entorno laboral—pueden erosionar el valor personal que los empleados se asignan, deteriorar las relaciones interpersonales y fomentar emociones negativas, lo que conduce a un rendimiento disminuido y a un aumento de comportamientos contraproducentes. Además, el estudio destaca contingencias culturales, indicando que los efectos perjudiciales de la agresión laboral se amplifican en culturas caracterizadas por altos niveles de individualismo y masculinidad. Esto sugiere que, en dichos contextos culturales, el impacto negativo del liderazgo agresivo sobre el rendimiento de los empleados podría ser todavía más pronunciado.

Estos metaanálisis recientes se basan en revisiones anteriores fundamentales que destacaron de forma consistente los efectos dañinos del mal liderazgo en los demás. Un estudio influyente titulado ¿Qué tan malos son los efectos de los malos líderes? Un metaanálisis del liderazgo destructivo y sus resultados sintetizó hallazgos en múltiples conceptualizaciones del liderazgo destructivo—como estilos abusivos, tóxicos o autoritarios—y encontró consecuencias negativas significativas en todos los ámbitos. Los empleados expuestos a líderes destructivos reportaron menor satisfacción laboral, mayores intenciones de renuncia y un compromiso organizacional reducido. Estos líderes no solo fallaban en inspirar: activamente erosionaban la moral y la confianza, generando efectos en cadena que perjudicaban tanto el rendimiento individual como la cohesión del equipo.

empleados
Según un estudio, los empleados expuestos a líderes destructivos presentan menor satisfacción laboral, mayores intenciones de renuncia y un compromiso organizacional reducido.

Es importante destacar que el estudio también halló un fuerte vínculo entre el liderazgo destructivo y el aumento de comportamientos contraproducentes en el trabajo, demostrando que el daño no se limita a la actitud: se extiende a la forma en que las personas se comportan y rinden. En resumen, los líderes destructivos no solo arruinan el día en la oficina: corroen sistemáticamente los cimientos de la salud organizacional. Este metaanálisis sentó las bases críticas para comprender por qué la eficacia del liderazgo no puede medirse únicamente por quién alcanza el poder, sino también por el impacto que ese líder tiene en las personas a las que está destinado a servir.

En síntesis, si bien individuos agresivos y excesivamente confiados pueden ascender a posiciones de liderazgo, la evidencia científica a gran escala muestra de forma consistente que estos estilos de liderazgo suelen ser contraproducentes, generando resultados adversos tanto para los empleados como para las organizaciones, incluso si logran que los líderes se mantengan en el poder—especialmente cuando ya no cuentan con el apoyo de sus seguidores. Por supuesto, que un líder parezca amable, cordial, educado o empático no significa que será competente o que impactará positivamente a los demás, aunque logre emerger como líder con un perfil prosocial y no agresivo.

En conjunto, estos hallazgos apuntan a una falla evidente—pero corregible—en la forma en que elegimos a nuestros líderes. El verdadero problema no es solo que individuos agresivos y demasiado confiados ascienden al poder: es que seguimos recompensando el estilo por sobre el contenido. Para revertir los daños del mal liderazgo, debemos cambiar nuestro foco: pasar de cómo lucen los líderes a cómo actúan. Eso implica ir más allá del teatro de la confianza y los concursos de carisma, y comenzar a evaluar la competencia real—qué tan bien piensan, deciden, colaboran y se preocupan. Significa poner una lupa sobre su impacto en las personas, no en sus frases hechas, peinados, trajes o presencia en Instagram. El liderazgo debería tratarse menos de quién grita más fuerte y más de quién deja a los demás en mejor estado que como los encontró.

Como sabiamente nos recuerda mi querida amiga, mentora y académica en liderazgo Barbara Kellerman, por más atención que le dediquemos a los líderes, haríamos bien en enfocarnos más en los seguidores. Después de todo, no puede haber mejores líderes sin seguidores más maduros y exigentes. La brecha persistente entre los líderes que tenemos y los que necesitamos no es un misterio: es un espejo. A menudo conseguimos los líderes que queremos—figuras audaces, carismáticas, listas para la cámara, que nos deslumbran con su confianza—pero no los que necesitamos: personas reflexivas, competentes y responsables, que construyen en silencio mejores sistemas y equipos más fuertes. Cerrar esa brecha requiere más que cambiar cómo actúan los líderes: requiere elevar nuestras expectativas colectivas y redefinir lo que celebramos, recompensamos y seguimos.

Con información de Forbes US.

10