A seis años del experimento: cómo Islandia convirtió la semana laboral más corta en política de Estado (y qué puede aprender el resto
Más del 80% de los trabajadores accede ya a jornadas reducidas sin una baja salarial, la productividad se mantuvo o incluso mejoró, y los niveles de estrés cayero en picada. En medio del ruido global por el burnout y la automatización, la isla nórdica propone una alternativa radical y silenciosa: vivir mejor trabajando menos.

En Reikiavik, la capital más septentrional del mundo, el murmullo del cambio se volvió costumbre. Desde que en 2019 comenzaron los primeros ensayos de reducción de jornada laboral -en respuesta a las campañas de algunos sindicatos-, Islandia no volvió a ser la misma. Hoy, seis años después, el 86% de los trabajadores ya accede a jornadas más cortas, y el país se ha convertido en un espejo desafiante para el resto del planeta.

Un cambio así no se impone, se cultiva. Y en Islandia, tierra de volcanes dormidos y glaciares perpetuos, se tejió con paciencia. En lugar de proclamas abruptas, el país optó por el rigor del experimento: más de 2.500 personas —el 1% de la población activa— fueron parte de un ensayo nacional entre 2015 y 2019. Organizado por el Ayuntamiento de Reikiavik y el Gobierno nacional, el experimento introdujo semanas laborales de 35 o 36 horas, sin reducción salarial, para observar qué ocurría cuando el tiempo empezaba a pesar menos.

El resultado fue tan contundente como inesperado: la productividad no cayó, en muchos casos incluso aumentó, y los trabajadores reportaron menos estrés, más salud mental y mayor conciliación entre vida personal y profesional. El fenómeno se consolidó. Hoy no es un ensayo, sino una política de Estado que transformó desde el interior las reglas del juego laboral. 

En un país con poco más de 370.000 habitantes, donde el costo de vida es elevado y el clima obliga a pasar largos períodos en interiores, la calidad del tiempo libre se volvió una demanda estructural. Además, su economía digitalizada y con un sector público eficiente favorecieron la implementación. La clave no fue trabajar menos, sino trabajar mejor.

"¿Cómo ha funcionado la situación aquí?", escribe en The Guardian María Hjálmtýsdóttir, activista y profesora en una escuela secundaria de Kópavogur, Islandia. "Anteriormente, era más común que las mujeres en Islandia trabajaran a tiempo parcial para poder compaginar sus compromisos familiares y laborales. Desde 2019, esto ha supuesto un avance hacia una mayor igualdad, ya que nuestra semana laboral más corta también ha permitido que quienes trabajaban 36 horas a tiempo parcial (en su mayoría mujeres) tengan un trabajo a tiempo completo con el mismo horario. Además, los trabajos a tiempo completo ofrecen mejores salarios y condiciones laborales, con el mismo horario que antes".

"El cambio también ha dado a muchos hombres que siempre estaban estancados en el trabajo la flexibilidad de estar más involucrados en la vida diaria de sus hijos".

Como profesora de secundaria, este cambio no la afecta directamente, ya que su jornada laboral sigue siendo de 40 horas semanales. Sin embargo, solo 26 de esas horas se dedican a la enseñanza en el aula; el resto se reparte entre reuniones, corrección de trabajos y preparación de clases. Dado que tiene libertad para organizar sus horas no lectivas, al concentrar más trabajo en algunos días, puede liberarse las tardes de los viernes, que coinciden con el horario libre de su marido.

El ajuste islandés implicó transformar hábitos: menos reuniones improductivas, más foco, más autonomía. Las organizaciones que adoptaron el modelo reportaron una mejora del clima laboral y una reducción notable del ausentismo. Según el análisis del World Economic Forum, Islandia muestra que la semana más corta es económicamente viable y socialmente deseable.

Los números acompañan la narrativa. Entre 2019 y 2024, el PBI creció a un ritmo sostenido, incluso durante los años pandémicos. La tasa de empleo se mantuvo estable y el gasto público no se disparó. Con datos concretos, el experimento islandés demuestra cómo la productividad no es una función directa de las horas trabajadas, sino de la calidad de esas horas.

Islandia (Photo by Jorge Mantilla/NurPhoto via Getty Images)

Como en un eco lejano, las ideas de John Maynard Keynes, que en los años treinta soñaba con semanas laborales de 15 horas, parecen resucitar.

En su ensayo de 1930, Posibilidades económicas para nuestros nietos, Keynes proyectaba que, gracias al crecimiento económico sostenido y al aumento de la productividad, hacia el año 2030 sería posible que las personas en los países desarrollados trabajaran sólo 15 horas por semana para satisfacer sus necesidades materiales básicas. Imaginaba que, en unas tres generaciones, el problema económico estaría "resuelto", y que el gran desafío sería cómo emplear el tiempo libre de manera significativa.

Keynes pensaba que el avance tecnológico permitiría producir mucho más con mucho menos esfuerzo humano, reduciendo la necesidad de largas jornadas laborales. En su visión, el ocio no sería una señal de pereza, sino una oportunidad para cultivar la mente, el arte, la amistad y la vida interior.

A medida que se acerca 2030, su predicción no se ha cumplido. Si bien la productividad ha aumentado, factores como la desigualdad, el consumismo, la presión del mercado laboral y los modelos económicos vigentes han impedido que ese aumento se traduzca en menos horas de trabajo. Pero Islandia va por el camino correcto.

Otros países que intentaron imitar la experiencia de Islandia —como Reino Unido, España o Japón— lo hicieron con resultados dispares. Islandia, en cambio, apostó por una implementación gradual, institucional y basada en evidencia, y esa diferencia fue clave.

Hace un año, Bélgica se convirtió en el primer país de la Unión Europea en establecer por ley la posibilidad de una semana laboral de cuatro días para quienes así lo prefieran. No obstante, a diferencia del modelo aplicado en Islandia, la propuesta belga exige que los trabajadores mantengan la misma carga horaria semanal, pero distribuida en menos días. Tal vez por eso la medida ha tenido una adopción muy limitada: menos del 1% de la población la ha elegido.

Hay un dato que es clave: el 65% de los trabajadores islandeses dice ahora que no volvería jamás a una semana de cinco días. La declaración no es ideológica, es visceral. La semana laboral reducida se convirtió en un símbolo cultural, un grito silencioso contra una modernidad que confundió productividad con presencia, éxito con agotamiento.

Mientras tanto, en las oficinas que rodean el puerto de Reikiavik, los jueves al atardecer se parecen a los viejos viernes: los bares se llenan, las bibliotecas extienden horarios, y las piscinas geotermales reciben más visitantes. En Islandia, la vida volvió a encontrar espacio en el calendario.

Lo advirtió el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su ensayo La sociedad del cansancio: "No sabemos qué hacer con el tiempo libre porque hemos sido educados para rendir, no para vivir".

Y en un mundo al borde del burnout, donde las jornadas infinitas todavía son sinónimo de compromiso, el pequeño país nórdico ofrece una alternativa luminosa.