El empresario mediocre y el Dunning-Kruger inflacionario
La inflación, una muleta histórica para muchos empresarios argentinos, está perdiendo fuerza. Con la estabilización de precios y la mayor apertura, las ineficiencias ocultas en décadas de distorsiones quedan al descubierto. La pregunta ahora es: ¿quién se adaptará a la nueva realidad y quién desaparecerá del mercado?

Leo Piccioli Economista, Autor, ex-CEO

En enero de 2002 Officenet ganó cientos de miles de dólares sin vender un solo producto. Habíamos comprado mucho inventario en 2001, durante el 1:1, siguiendo la regla de oro de la inflación: "merchandise is king". Cartuchos, tóners, impresoras eran los principales importados, todos pagados en pesos convertibles. 

Cuando llegó la devaluación, la crisis hizo que las ventas se desplomaran, pero el inventario se transformó en una fortuna. Era pura suerte de timing y la inflación trabajando a nuestro favor. Nuestro Directorio nos felicitó porque "a pesar de las condiciones adversas habíamos salido adelante". Me sentí un genio.

 

Años después me di cuenta de que había caído en la trampa perfecta: el efecto Dunning-Kruger del empresario mediocre argentino. Confundir supervivencia inflacionaria con talento empresarial es el error más común y más peligroso de nuestra cultura de negocios.

La inflación, en otras palabras, es la muleta perfecta para el empresario mediocre.

Pero esa época parece haberse terminado. Con la inflación mensual por debajo del 2% y las importaciones cada vez más abiertas, muchos empresarios argentinos están descubriendo una realidad incómoda: sin la inflación como escudo, sus ineficiencias quedan al desnudo. Y el panorama no es alentador.

La anatomía de la ineficiencia argentina

Los números no mienten, y en Argentina son particularmente despiadados. Según datos del INDEC procesados por Argendata, la brecha de productividad entre sectores de nuestra economía es abismal: mientras que el sector petrolero y minero tiene una productividad 8,6 veces superior al promedio nacional, sectores como construcción u otros no transables apenas alcanzan la mitad del promedio. Una diferencia de casi 100 veces entre ambos extremos.

Esta "heterogeneidad estructural", como la llaman los economistas, no es casualidad. Es el resultado de décadas de inflación que permitió que coexistieran empresas ultraeficientes con otras que, francamente, no deberían existir en una economía competitiva.

¿Dónde están los sectores más ineficientes? Exactamente donde uno esperaría: en los no transables y los protegidos. Estos son los sectores que históricamente vivieron de espaldas a la competencia internacional, protegidos por barreras naturales o artificiales, y que pudieron aumentar precios al ritmo de la inflación sin preocuparse demasiado por la eficiencia.

En el otro extremo, los sectores que siempre tuvieron que competir globalmente mantuvieron niveles de productividad respetables: petróleo y minería, pesca, finanzas, industria manufacturera. No es coincidencia que estos sectores hayan sido históricamente los más eficientes. La competencia internacional no perdona, y la inflación no los protegía de la realidad del mercado global.

 

Un estudio del MIT sobre la hiperinflación argentina cuantificó el costo de esta distorsión: una inflación del 500% anual está asociada con una pérdida de aproximadamente 8,5% del producto agregado anual, simplemente por las ineficiencias que genera en el sistema de precios. En otras palabras, la inflación no solo redistribuye riqueza arbitrariamente, sino que destruye valor económico real.

Y ahora que esa distorsión se está corrigiendo, estamos viendo las consecuencias en tiempo real. Las empresas eficientes están comprando a las ineficientes en operaciones de M&A que antes no tenían sentido económico. Incluso algunas protegidas pero ricas se preparan haciendo inversiones inesperadas. Las multinacionales están trayendo líderes de otros países para "limpiar la casa" en sus filiales argentinas. Las empresas familiares que sobrevivieron décadas gracias a la protección inflacionaria están vendiendo o cambiando de mando, muchas veces forzadas por la nueva realidad competitiva.

El retrato del empresario mediocre

Ahora que la inflación bajó es fácil identificar al empresario mediocre argentino. No hace falta ir muy lejos para encontrarlo: está en los sectores protegidos, en los servicios que nunca tuvieron que competir con estándares internacionales, en los negocios que aumentaban precios cada semana "porque sí".

Su comportamiento es predecible y revelador. Ante la nueva realidad de precios estables, su primera reacción no es analizar costos, revisar procesos o mejorar la tecnología. Es despedir gente. No sabe cómo reducir gastos reales porque nunca tuvo que hacerlo: siempre pudo trasladar cualquier ineficiencia al precio final. No conoce a sus proveedores más allá del que le cobra menos, porque nunca necesitó optimizar la cadena de suministro. No invierte en tecnología porque "siempre funcionó así".

Pero hay algo aún más revelador: el empresario mediocre no se reconoce como tal. "Vos sabés cuántas veces viví esto", dice con aire de superioridad cuando alguien le sugiere cambios. Habla como si su experiencia navegando la inflación fuera una credencial de sabiduría empresarial y no simplemente haber estado en el lugar correcto durante el momento incorrecto.

Es el Dunning-Kruger empresarial en su máxima expresión: cuanto menos sabe sobre eficiencia real, más convencido está de su genialidad. La inflación le dio décadas de falsos positivos que alimentaron una confianza completamente desconectada de su competencia real.

Mientras tanto, el empresario eficiente entiende que en el mundo actual la supervivencia requiere una obsesión constante con el algoritmo EAT: Eliminar-Automatizar-Tercerizar. El mundo cambia tan rápido que siempre hay procesos que eliminar, tareas cada vez más baratas de automatizar, y funciones que es mejor tercerizar. El empresario mediocre hace exactamente lo opuesto: va agregando eslabones, desarrollando proveedores internos para cada cosa, acumulando complejidad innecesaria porque "así tenemos todo controlado".

Este problema es particularmente grave en las empresas familiares, donde el empresario mediocre confunde "dar trabajo" con ser buen empresario. Cree que contratar más gente es virtud social, cuando en realidad es ineficiencia disfrazada de bondad. Las empresas profesionalizadas, en cambio, entienden que el futuro son menos empleados, mejor pagos: equipos más pequeños pero de mayor valor agregado. Para el empresario familiar mediocre, esta idea es anatema porque destruye su narrativa de "generador de empleo".

Peor aún: sigue aumentando precios por inercia, como si la inflación del 200% anual fuera una ley de la física inmutable. No entiende que en un contexto de estabilidad, subir precios sin justificación es la forma más rápida de perder clientes. 

Su modelo mental sigue anclado en la época donde el consumidor no tenía opción más que aceptar aumentos constantes.

Como escribió José Ingenieros en "El hombre mediocre": "No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena". El empresario mediocre argentino encontró esa tutela en la inflación, en las barreras proteccionistas, en los contratos con el Estado. Acostumbrado a que otro lo salve, a que otro lo ayude, nunca desarrolló los músculos de la eficiencia real.

 

En ese contexto, su lema era inevitable: "lo atamos con alambre". La imprevisibilidad inflacionaria hacía que las tasas de retorno de las inversiones reales tuvieran que ser enormes para que valieran la pena. Era más racional emparchar, improvisar, atar con alambre, que invertir en soluciones definitivas que la próxima crisis o devaluación podía volver obsoletas. La única forma de reducir esa imprevisibilidad era siendo contratista del Estado, donde el riesgo lo absorbía el ingenuo contribuyente.

El problema es que esa burbuja explotó. Y ahora está compitiendo en un mercado donde la eficiencia importa, donde los precios no pueden subir arbitrariamente, donde el consumidor tiene memoria y opciones. Un mercado, en definitiva, donde ser mediocre tiene consecuencias.

La hora de la verdad

La estabilización de precios en Argentina no es solo un logro macroeconómico. Es un espejo despiadado que refleja décadas de ineficiencias acumuladas. Los empresarios que durante años pudieron esconder su mediocridad detrás de la inflación ahora están desnudos frente a un mercado que no perdona.

La buena noticia es que esta crisis de adaptación también es una oportunidad. Los empresarios que entiendan que la nueva realidad requiere eficiencia real, inversión en tecnología, conocimiento profundo de sus procesos y una relación genuina con sus clientes, no solo van a sobrevivir: van a prosperar. Van a ganar market share de aquellos que siguen operando como si fuera 1989.

En una economía estable, las ineficiencias se vuelven evidentes rápidamente. Los clientes comparan, los competidores eficientes ganan terreno, y los márgenes se comprimen hasta niveles internacionales. No hay inflación que venga a rescatarte.

Como dijo Warren Buffett: "Cuando baja la marea, descubrís quién estaba nadando desnudo". La inflación era nuestra marea alta, y ahora que bajó, la desnudez empresarial queda al descubierto.

La pregunta ya no es si la estabilización va a exponer a los empresarios mediocres. La pregunta es quién se adaptará y quién desaparecerá.

Porque en una economía sin inflación, no hay lugar donde esconderse. Y el empresario mediocre, tarde o temprano, se queda sin muletas.

 

Fuentes:

Argendata (datos de productividad sectorial): https://argendata.fund.ar/notas/productividad/

MIT (paper sobre hiperinflación argentina): https://economics.mit.edu/sites/default/files/inline-files/hyperinflation_Argentina_QJE.pdf

Banco Mundial (productividad en Argentina): https://documents1.worldbank.org/curated/en/650781609917832358/pdf/Productivity-in-Argentina-Part-B-Barriers-to-Productivity-New-Evidence.pdf

IDESA (baja productividad post-desinflación): https://idesa.org/baja-productividad-el-problema-que-se-asoma-tras-la-desinflacion/