AWS no tiene la fama de Netflix o Instagram, pero está detrás de esas y miles de otras apps que usamos todos los días. Cuando se cae, se nota. Y este lunes, millones lo notaron. No se podía pagar el supermercado con apps de reparto. Los docentes no podían subir sus clases. Los amigos no podían transferirse plata ni mandarse un mensaje. Oficinas, escuelas y casas sintieron el impacto de un mundo que, sin saberlo, se había quedado quieto.
Según informó AWS, el problema comenzó en su centro de datos ubicado en el norte de Virginia, uno de los más grandes que tiene la compañía. Una falla técnica en su Sistema de Nombres de Dominio (DNS) —la parte de internet que le dice a tu dispositivo dónde encontrar lo que buscás— provocó cortes masivos.
Lo que en teoría debía haber quedado como un fallo contenido, terminó extendiéndose por todo el continente. La caída no fue un simple contratiempo. Fue un recordatorio silencioso de cuán dependientes somos de una tecnología que no vemos y de sistemas que no manejamos. Lo más inquietante no fue la caída en sí, sino el nivel de impacto que tuvo en la vida cotidiana.

Durante años, la computación en la nube se presentó como una solución para hacer nuestras vidas más rápidas, livianas y conectadas. Y en buena parte, lo consiguió. AWS se transformó en el soporte global de casi todo: desde el entretenimiento hasta la logística más básica.
Con el tiempo, tanto grandes compañías como pymes llevaron sus operaciones a la nube. La comodidad resultaba difícil de rechazar. ¿Para qué encargarse del mantenimiento de servidores propios si Amazon podía hacerlo mejor, más rápido y más barato? Pero esa comodidad no era gratis. Lo que pasó el 20 de octubre dejó al descubierto, en tiempo real, cuál es el costo. Un fallo en un centro de datos en Virginia terminó generando consecuencias en todo el mundo.
AWS controla hoy cerca de un tercio del mercado global de servicios en la nube, más que Microsoft y Google combinados. Ese dominio la vuelve tan poderosa como vulnerable: poderosa porque sostiene gran parte del funcionamiento de internet, y vulnerable porque buena parte de la vida moderna depende de ella.
Mientras los ingenieros de AWS trabajaban contrarreloj para resolver el problema, muchas empresas empezaron a hacerse la misma pregunta incómoda: ¿cómo evitar que esto vuelva a pasar? La respuesta sincera no es simple. Las compañías pueden repartir sus datos entre varios proveedores o armar sistemas que cambien de servidor de forma automática si uno falla. Pero para la mayoría, la conclusión es más directa: construimos un mundo digital que puede apagarse en un instante.
Aunque ese lunes fue frustrante, también sirvió para reflexionar. Recargamos la pantalla una y otra vez, y tomamos conciencia de cuántas acciones cotidianas —pagar una factura, mandar un mensaje, consultar una nota— dependen de servidores remotos y líneas de código que no vemos.
Por primera vez, tal vez, notamos hasta qué punto la tecnología marca el ritmo de nuestros días. Al llegar la noche, la mayoría de los servicios ya funcionaban otra vez. Pero la sensación no se fue. La interrupción no solo afectó apps. Interrumpió algo más profundo: esa certeza tácita de que internet siempre va a estar ahí. La lección quedó clara. Este mundo volcado a la nube no es solo un sistema técnico. Es un acuerdo social basado en la confianza. Y esa confianza puede romperse.