Matt Remick, un ejecutivo de cine recién ascendido e interpretado por Seth Rogen en la comedia de Apple TV+ The Studio, se enfrenta a su primer gran encargo con un brillo ingenuo en sus ojos: producir una película de mil millones de dólares sobre... Kool-Aid, una marca de jugo estadounidense. En su cabeza, la jugada es brillante. Como buen cinéfilo, cree que si logra convencer a Martin Scorsese de dirigirla, su carrera y la de la película despegarán en un mismo cohete. Pero cuando se sienta con el legendario cineasta —interpretado por él mismo—, el plan sufre un viraje imprevisto: Scorsese propone una película original sobre Jonestown, el culto de Jim Jones donde murieron 900 personas al beber Kool-Aid envenenado. El director no tiene idea de que está pisando, precisamente, la marca que Matt quiere glorificar.
La escena es incómoda, afilada, hilarante. Matt intenta convencer a Scorsese de que la idea del film fue siempre suya, manipulando la reunión como un titiritero inexperto. Pero el engaño se derrumba con estrépito: la película se transforma en un tabú corporativo y Matt debe informarle al director que su obra jamás verá la luz, pues él mismo compró el guión sólo para que nadie más lo produzca. Seth Rogen logra aquí una sátira quirúrgica del Hollywood moderno: un mundo donde los ejecutivos juegan a hacer cine sin hacer cine, y donde ni siquiera los gigantes como Scorsese están a salvo del poder sin rostro de las marcas.
El cartel luminoso de un cine en Los Ángeles anuncia Minecraft: The Movie con letras gigantes. Hasta la última semana de abril había recaudado 816 millones a nivel mundial, convirtiéndose en la película de Hollywood más taquillera del año hasta la fecha. Más allá, una Barbie vestida como Margot Robbie en la película de Greta Gerwig -que cruzó la barrera de los mil millones de dólares- se luce en una vitrina de una juguetería. ¿Qué tienen en común estas producciones? Son parte de un fenómeno irreversible: Hollywood ya no apuesta por ideas originales. Apuesta por propiedades intelectuales reconocibles, IPs que prometen audiencia asegurada, ingresos diversificados y sinergias comerciales más allá de la pantalla.
En 2024, el 80% de los ingresos de taquilla en Estados Unidos provino de películas basadas en IP existentes. Eso incluye adaptaciones de cómics, videojuegos, juguetes y sagas literarias. ¿Por qué? Porque los estudios prefieren el terreno conocido. "Es más fácil vender una película si el público ya sabe de qué trata", reconocía David F. Sandberg, director de Shazam y ahora vinculado a un nuevo proyecto basado en el videojuego de terror Until Dawn .
Las producciones originales, en cambio, enfrentan un terreno adverso. Una película original con un presupuesto de 100 millones de dólares puede terminar con pérdidas multimillonarias si no logra conectar. En cambio, un film como Sonic, que apela a la nostalgia de generaciones, ofrece una base de fans activa, productos derivados asegurados y margen de maniobra para secuelas y spinoffs.
Las películas basadas en IP no solo se piensan como filmes: son ecosistemas. Desde Sony —que explota sus licencias de videojuegos con sagas como Uncharted o Ghost of Tsushima— hasta Warner Bros., que conecta películas, series y productos en un universo Harry Potter, la lógica es expandir el relato en múltiples formatos. El caso de Barbie es paradigmático: no fue solo un éxito en taquilla; generó acuerdos con marcas de ropa, relanzamientos musicales y, sobre todo, revalorizó la marca Mattel.
La estrategia de diversificación de ingresos es clave. El film ya no es el objetivo, sino el punto de partida de una cadena de valor. "Los estudios han reconocido que los productos conocidos son los que atraen a la mayoría de las audiencias", dijo Paul Dergarabedian, analista senior de medios de Comscore a CNBC.
Las reglas del juego están cambiando. Los estudios han comenzado a destinar sus presupuestos más abultados sólo a producciones basadas en IP. Esto ha generado una concentración sin precedentes en torno a franquicias reconocidas.
Este modelo también está atrayendo a los fondos de inversión. Financiar una IP consolidada es mucho menos riesgoso que apostar por un debutante con una historia original. Se trata de una lógica de minimización de pérdidas y maximización del ROI, casi matemática.
Pero esta tendencia no es neutra. Mientras las IP dominan, las películas independientes o innovadoras quedan desplazadas. Plataformas como A24 —productora de joyas como Everything Everywhere All At Once— luchan por hacerse un lugar en las salas. Y las plataformas de streaming, que parecían ofrecer un refugio, también están virando hacia los contenidos IP, como Netflix con The Witcher o Avatar: The Last Airbender.
The Hollywood Reporter advirtió que más del 70% de los nuevos proyectos en desarrollo en los grandes estudios en 2025 están basados en IP reconocidas. En paralelo, la inversión en guiones originales cayó un 43% desde 2018 .
La pregunta que flota es si este modelo es sostenible. Por un lado, los estudios han encontrado una fórmula segura: nostalgia, universos compartidos, expansión transmedia. Pero por otro, el riesgo es la saturación.
El cine no siempre fue así. Hubo décadas en que los grandes éxitos fueron ideas nuevas. Hoy, ese espíritu parece ceder ante los dictados de lo que el algoritmo cree que va a ser exitoso. La propiedad intelectual —concepto originado en el derecho industrial— ahora se ha convertido en un criterio narrativo. Lo que vale no es lo que conmueve, sino lo que se puede licenciar.
El fenómeno es global. En Japón, Sony ha convertido su división de videojuegos en una fuente constante de nuevas películas. En Corea del Sur, los webtoons se adaptan con éxito al cine y la televisión. En China, las IP locales como The Three-Body Problem se transforman en franquicias multimillonarias.
Pero en este tablero concentrado, las piezas más pequeñas pierden espacio. Las salas medianas cierran. Los festivales independientes batallan por fondos. Y una generación de creadores se enfrenta al dilema existencial: o escriben para IPs ajenas, o quedan fuera del juego.
Mientras tanto, en las calles, los carteles siguen brillando. Un chico sale del cine con una gorra de Hogwarts, una pareja se toma selfies junto al póster de Minecraft, una madre compra una Barbie edición especial. El negocio funciona. Pero el cine, ¿todavía respira?