El riesgo de "ser auténtico": por qué el consejo de ser vos mismo puede ser una trampa corporativa
Detrás del mantra empresarial de "mostrar tu verdadero yo" se esconde una lógica que no siempre juega a favor del empleado. La autenticidad, lejos de ser un valor universal, funciona como filtro selectivo que premia a quienes ya encajan y castiga a quienes no.

Es difícil escapar del culto a la autenticidad. Los eslóganes corporativos insisten en que hay que "entregarse plenamente al trabajo". Los libros de autoayuda y los influencers de LinkedIn prometen éxito con fórmulas como la "honestidad radical" o "vivir según tus valores". Empresas de distintos rubros se promocionan como espacios donde se celebra la individualidad, y donde los empleados pueden encontrar su "verdadera vocación" o un "propósito superior" con solo ser ellos mismos. Así de simple.

Sin embargo, cuando las personas siguen ese consejo —por ejemplo, comparten demasiado, actúan de forma impulsiva sin pensar demasiado en lo que opinan los demás, o se niegan a ajustar su comportamiento para tener en cuenta las necesidades ajenas—, el resultado suele ser un conflicto evitable, un traspié profesional o algo peor.

Si vamos a tomarnos en serio la autenticidad, primero habría que admitir que es un término difícil de definir y, todavía más, de medir. En realidad, se trata de una idea difusa y cambiante. Si le preguntás a diez personas qué significa, probablemente obtengas diez respuestas distintas. ¿Es transparencia? ¿Coherencia? ¿Autonomía? ¿Actuar según tus valores? A veces, puede ser todo eso junto. Como señalo en Don't Be Yourself, la autenticidad se entiende mejor como un conjunto de frases que suenan virtuosas, pero que no resisten el análisis: "no te preocupes por los demás", "simplemente sé fiel a tus valores" o "da todo tu ser al trabajo".

Pensá en tus líderes favoritos, ya sean figuras políticas, capitanes deportivos o directores ejecutivos. ¿Cómo medirías objetivamente su autenticidad? No hay una línea de base ni un punto de referencia claro. Si considerás auténtico a Trump, probablemente compartas sus valores; lo mismo pasa con Obama. A la inversa, pocos seguidores de Trump verían auténtico a Obama, y viceversa. Está claro que muchas veces la percepción de autenticidad no tiene que ver con la aprobación.

No hay forma de saber si tus compañeros realmente dan todo su potencial en el trabajo, incluso cuando resulta evidente que algunos no tienen mucho interés en corregirse o en ejercer el autocontrol necesario para mantener un mínimo de profesionalismo. Y en ese sentido, las autoevaluaciones tampoco sirven de mucho. Como cuando un restaurante insiste en que es "auténtico" —ya sea mexicano, griego, chino o italiano—, esa declaración debería, al menos, despertar cierta sospecha.

Las frases que circulan en el ámbito laboral, como "sé fiel a tus valores" o "no te preocupes por lo que piensen los demás", no se aplican a todos por igual. Si formás parte del grupo dominante —ya sea desde lo social, lo cultural o lo político, sin mencionar la clase o el nivel socioeconómico "correcto"—, tu autenticidad suele ser celebrada. En cambio, cuando tus creencias o tu identidad chocan con las mayorías, esa misma autenticidad puede convertirse en un obstáculo para crecer profesionalmente. Como argumento en mi último libro, si la empresa realmente invita a que cada persona se muestre por completo en el trabajo, eso incluiría también a racistas, misóginos y conspiranoicos. No solo a quienes encajan a la perfección con el discurso público de la organización.

Las frases que circulan en el ámbito laboral, como "sé fiel a tus valores" o "no te preocupes por lo que piensen los demás", no se aplican a todos por igual. 

En la práctica, lo que realmente se valora es la conformidad disfrazada de autenticidad. Todo lo que se aleja de eso queda descartado. Y para que no haya dudas: no se trata de una crítica a esa realidad, sino de poner en cuestión la sinceridad de ciertos discursos que prometen recompensar justo lo contrario. Porque no resultan creíbles, ni benefician a los empleados ni a la imagen de la organización.

En el fondo, la autenticidad termina funcionando como una especie de cebo: un privilegio reservado a las élites y una trampa para el resto. Llevado al extremo, el concepto empieza a parecerse menos a un entorno laboral moderno y más a una secta, donde la inmersión en los valores del grupo se vende como sinónimo de seguridad psicológica.

Sin embargo, décadas de estudios en ciencias del comportamiento muestran algo muy distinto. En contextos exigentes —ya sea liderar un equipo, negociar un acuerdo o gestionar un restaurante—, lo que realmente importa no es la autoexpresión sin filtros, sino la inteligencia emocional (IE). Aunque existen distintas definiciones, hay cierto consenso: la IE implica saber leer el ambiente, dejar de mirarse tanto a uno mismo y enfocarse más en los demás, contener impulsos que pueden jugar en contra, mantener el autocontrol, evitar decir o mostrar todo lo que uno piensa o siente —especialmente cuando eso sería poco estratégico— y proyectar una versión de uno mismo que resulte confiable y agradable para los demás. Es decir, alguien con quien da gusto tratar, porque muestra lo mejor de sí, no todo de sí.

En esa línea, un amplio metaanálisis revela que hay pocas diferencias reales entre la inteligencia emocional y la gestión de impresiones. En esencia, ambas describen lo mismo: una forma hábil de autoeditarse. Los líderes más efectivos no son los que dicen todo lo que piensan ni los que actúan con total espontaneidad, sino aquellos que logran parecer auténticos mientras eligen cuidadosamente qué decir y cómo actuar. No se manejan con brutal honestidad ni muestran un ego desmedido. Saben filtrar.

Esa capacidad de regulación y adaptación no tiene nada que ver con la hipocresía. Es, en realidad, una señal clara de madurez psicológica y emocional. Las sociedades humanas lograron avanzar más allá de las disputas tribales porque supimos controlar los impulsos, tener en cuenta otras miradas y colaborar incluso con quienes no nos resultan naturalmente empáticos. No hay ningún mérito en quedarse en lo que uno ya es, pero sí hay una recompensa concreta en convertirse en una mejor versión de uno mismo.

El supuesto derecho a ser uno mismo rara vez anula las obligaciones que tenemos con los demás. Quienes ignoran esta realidad suelen ser narcisistas o personas que todavía transitan una etapa infantil del desarrollo psicológico. Así que sí, sé vos mismo... siempre que eso no implique ser egoísta, impulsivo o desagradable. Por supuesto, está bien ser auténtico, pero no uses esa idea como excusa para hacerle la vida difícil a los otros. Los mejores profesionales no confunden autenticidad con derecho a hacer lo que quieran. Saben que el éxito requiere adaptarse, editarse y, muchas veces, reinventarse por el bien común. Tal vez el mejor consejo —o al menos el más auténtico— no sea "simplemente sé vos mismo", sino: "Sé alguien con quien dé gusto trabajar o convivir". Eso exige un esfuerzo real, pero hay una recompensa clara al lograrlo. Incluso con solo intentarlo.

 

*Con información de Forbes US.