Hay muchas formas de comer en McDonalds. En sentido figurado, entendiendo las películas como productos repetitivos de una firma. Woody Allen dijo muchos años atrás que sus películas eran como hamburguesas, producía una tras otra y el público sabía que habría en ellas un sabor más o menos constante. El director y guionista Wes Anderson podría entrar en esa categoría. El estreno en cines de su nueva película, El esquema fenicio, en parte lo demuestra y también reafirma que eso no es necesariamente malo.
Hay quien se queja de que Wes Anderson ofrece siempre lo mismo. Eso es real y es probable que, por eso, haya alcanzado el estatus que tiene y el éxito que logra, a pesar de lo personales y excéntricas de sus películas.
El negocio de Benicio
Empecemos por la historia. El esquema fenicio, ambientada en los años 50, arranca con un contraste brutal entre la banda de sonido y la imagen. Benicio del Toro viaja en un avión en una toma estática, perfectamente armada y dispuesta. La música es intensa, transmite ritmo y tensión. De pronto, una explosión sacude el avión. Del Toro es un industrial y traficante de armas llamado Zsa-Zsa Korda, que es atacado. Pero sobrevive.
La música tensa acompaña al espectador mientras nos introducimos en la historia, entre tomas simétricas y suaves desplazamientos de cámaras. Acostumbrados al cine de Hollywood, podríamos esperar que esa clase de música (que no es estridente como la de las grandes producciones) vaya de la mano con escenas frenéticas. Sin embargo, Wes Anderson cuenta a su modo, con cuidado y sin arrasar sobre los sentidos del espectador.
Zsa-Zsa Korda sabe que no podrá huir de sus enemigos y que sobrevivió al atentado por milagro (no en vano sueña con las puertas del cielo en varios momentos) y trata de acercarse a su única hija. La chica es una novicia a la que él internó en un convento cuando era niña, pero ahora la precisa y quiere que se haga cargo de sus negocios.
El plan de Korda es un ambicioso proyecto en Fenicia, que implica el desarrollo de trenes, túneles, una represa y más infraestructura. Pero realizado con mano de obra esclava. El problema al que se enfrenta es conseguir dinero de distintos gobiernos y de algunos inversores que lo quieren poco y nada. El esquema fenicio es, entonces, una simple lista del armado de la financiación del proyecto, una lista que reaparece periódicamente en pantalla y en la que se marcan los porcentajes que aporta cada uno de ellos al proyecto. Ese esquema irá cambiando a medida que unos se decidan a poner tal o cual porcentaje del dinero necesario y otros no lo hagan. Lo cierto es que no hay personaje que esté del todo limpio en este asunto.
A lo largo de la historia, Korda viajará con su hija, para tratar de lograr acuerdos de todo tipo con los personajes más raros imaginables. En ese camino, las tensiones entre ellos y las revelaciones familiares irán creciendo, de tal forma que la historia tratará de cuestiones familiares y no solo de negocios turbios.
Resumida de ese modo, parece ser una película dramática y realista. Sin embargo, es una hamburguesa de Wes Anderson, una que atrapa visualmente desde el encanto al igual que las anteriores, que sorprende y que hace reír.
El combo habitual
La McAnderson de este año es como las anteriores. Es una comedia de ritmo rápido que combina géneros como la intriga, el espionaje o el de viajes. Hay una familia disfuncional (Del Toro tiene ocho hijos que, para él, son casi una parte de la decoración de su casa). Hay abandono parental. Hay reveses y misterio. Y personajes excéntricos que actúan de manera graciosa. En este último sentido, la pareja que forman Bryan Cranston y Tom Hanks es brillante, tanto como lo es la torpe y teatral pelea entre Del Toro y el personaje de Benedict Cumberbacht.
Otro elemento repetido en esta hamburguesería es el extenso elenco de figuras famosas y de prestigio. Casi no hay película suya que no tenga al menos cinco o seis actores de ese perfil. Esto probablemente se deba no solo al prestigio del director sino a la forma en que trabaja. En palabras de Bryan Cranston, filmar con él es participar de un campamento de actores; son trabajos en los que todos cobran lo mismo para equilibrar los presupuestos y en que no hay estrellas con espacios de lujo, sino que todos conviven en los mismos espacios.
Hay más elementos en este combo y son los que componen la parte estética. La paleta de colores suele ir hacia los pasteles y nunca hay nada chirriante. Se utilizan muchas maquetas (un aspecto manual muy disfrutable), las imágenes suelen estar repletas de elementos antiguos muy bien diseñados y dispuestos con cuidado para componer cada cuadro. Casi todas las tomas están perfectamente centradas y la escenografía está dispuesta siempre de maneras geométricas. En eso, producen un gran goce estético y probablemente esa sea una parte de su atractivo masivo, además de la comedia y la rareza de sus personajes.
Guías para el ojo y la mente
Corresponde hablar de otro caso de hamburguesa cinematográfica, para explicar un aspecto del cine de Wes Anderson. Se trata de las películas de Transformers dirigidas por Michael Bay. Espectaculares, arrasaron en todo el mundo a pesar de que eran un caos visual.
Uno de los principales motivos de ese caos estaba en el montaje. Para dar un ejemplo genérico de ese caos, se puede describir lo siguiente: en una toma el foco de atención del ojo del espectador caía abajo a la izquierda porque ahí aparecía un robot hablando, en la siguiente toma el mismo robot aparece hablando a la derecha, una toma después la ubicación de la cara de ese robot cambia hacia la mitad superior. Con un montaje veloz y muchísimas escenas así, hay un momento en que el cerebro del espectador se desorienta visualmente y no entiende lo que sucede. Solo sabe que es espectacular.
Desde la vereda del cine de autor y de prestigio, en las películas de Wes Anderson el ritmo es más pausado y el foco de atención siempre es muy cuidado (hay secuencias largas en las que las narices de cada personaje que habla se ubican exactamente al medio de la pantalla). De esa manera, el espectador no debería desorientarse.
Lo que ocurre, sin embargo, es que las verborrágicas tramas se pierden por lo visual. Los personajes hablan rápido y mucho. El ejemplo extremo de esto son los cuatro cortometrajes que dirigió para Netflix, basados en cuentos de Roal Dahl, The wonderful story of Henry Sugar. Entre la información verbal (o escrita en los subtítulos) y la visual, es fácil perderse y salir del cine sin poder decir con exactitud de qué se trataba la película. Para justificarlo, se puede decir que están hechas para ser vistas un par de veces; aunque no sea algo meritorio por sí solo.
Anderson, con todo, ha logrado crecer como autor a base de la repetición y refinamiento de un estilo que usa como un sello personal muy fácil de reconocer por parte de cualquier espectador. No es un logro menor, ese, a pesar de que vaya acompañado por el problema señalado sobre sus tramas. Hay quienes le han señalado que lo suyo es pura construcción visual, sin sustancia. Tal vez, ese sea un mérito, porque lo que importa no es necesariamente la trama, sino la experiencia estética que ofrece acompañada de pasos de comedia.
Andy Warhol señaló el valor artístico que podía haber en la producción seriada de objetos de consumo. En el cine, esa producción puede convertirse en comida rápida y efectiva, como Transformers, o en la manera de expresar el compromiso con un modo de hacer y de construir un universo cinematográfico único dentro del que hay infinitas y microscópicas variaciones.