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Albert Bourla predijo, con audacia, que su compañía podría encontrar y distribuir una vacuna para el otoño boreal. Un primer vistazo de la apuesta de US$ 100 millones que podría cambiar el mundo.

06 Julio de 2020 09.43

A mediados de marzo, el CEO de Pfizer, Albert Bourla, se reunió por videoconferencia de WebEx con los líderes de los grupos de investigación y fabricación de vacunas del gigante farmacéutico norteamericano.

Los dos equipos habían trabajado hasta la madrugada en un plan de desarrollo sólido para crear la vacuna experimental de Pfizer contra el COVID-19 y le dijeron a Bourla que aspiraban a que estuviera disponible a la velocidad de un rayo. Podría estar lista en algún momento de 2021. 

“Eso no es suficiente”, respondió Bourla. La expresión en la cara de los investigadores se tensó y, consciente de la titánica tarea que habían realizado, Bourla se aseguró de agradecerles. Pero también siguió presionando. Les preguntó si pensaban que el virus podría volver en el otoño y qué esperaban que ocurriera si no había una vacuna disponible cuando empezara, al mismo tiempo, una nueva temporada de gripe. 

“Piénsenlo de otra manera" -les dijo Bourla-. Piensen que tienen una chequera en blanco; no deben preocuparse por eso. Piensen que vamos a hacer todo en paralelo, no de manera sucesiva. Piensen que tienen que desarrollar la fabricación de una vacuna antes de saber si va a funcionar. Si no funciona, el problema es mío; la cancelamos y la desechamos”. 

Según Mikael Dolsten, director científico de Pfizer: “Bourla desafió al equipo a que apuntara a un 
objetivo casi inalcanzable: ofrecer millones de dosis de vacunas a las poblaciones vulnerables antes 
64 de fin de año”.

El primer lunes de mayo, Pfizer testeó una vacuna experimental contra el COVID-19, que desarrolló junto con la compañía alemana BioNTech, en el primer grupo de voluntarios norteamericanos sanos, en Baltimore. Bourla recibió el resultado de inmediato. Al día siguiente, durante una entrevista desde su casa en Scarsdale, en las afueras de Nueva York, el CEO señaló que lo que Pfizer acababa de conseguir en semanas suele llevar años. “No es esperable que las grandes y poderosas industrias farmacéuticas se muevan así de rápido -dijo-. Es una velocidad que se envidiaría en una compañía de biotecnología fundada por un emprendedor”. 

Bourla, un veterinario griego que escaló posiciones en el escalafón empresarial de Pfizer durante 25 años hasta convertirse en CEO en 2019, afirma que nada de lo que vivió a lo largo de su carrera podría haberlo preparado para este momento. Sin embargo, cree que Pfizer está lista gracias a la enorme transformación corporativa que él mismo dirigió: introdujo al gigantesco conglomerado (que registró ventas por US$ 51.800 millones en 2019) en el tan riesgoso como redituable juego de crear nuevos remedios patentados, lejos de los medicamentos genéricos y productos de consumo como Advil y Chapstick.

Para Bourla, de 58 años, los últimos cuatro meses fueron una montaña rusa, una sucesión interminable de fracasos y victorias. Pfizer no está sola en esta carrera por la vacuna. La mayoría de las más importantes compañías farmacéuticas del mundo, como Johnson & Johnson, Sanofi, AstraZeneca y Roche, están enfocando todos sus esfuerzos en la lucha contra el COVID-19.

Algunos expertos creen que el objetivo de Bourla es sencillamente una utopía. Sin inmutarse, Bourla les encargó a cientos de investigadores que revisaran el tesoro oculto de medicamentos experimentales y actuales de Pfizer en busca de potenciales terapias. Desde el principio, los autorizó abiertamente discutir y compartir información confidencial con empresas rivales, un gesto inaudito en el hermético mundo de los gigantes farmacéuticos.

Bourla puso la capacidad productiva de Pfizer a disposición de las pequeñas empresas de tecnología y también está negociando para fabricar en masa los remedios candidatos de otras compañías para tratar el COVID-19.

La iniciativa más destacada de Pfizer es su trabajo con BioNTech, una innovadora empresa con sede en Mainz, Alemania, que registró US$ 120 millones de ventas en 2019 y es conocida, sobre todo, por producir remedios oncológicos. La vacuna experimental que fabricaron en conjunto se basa en el ARN mensajero (ARNm), una tecnología de última generación que nunca derivó en un tratamiento exitoso. Pfizer espera obtener autorización del gobierno norteamericano para el uso de emergencia de la vacuna antes de octubre. Su estrategia exclusiva es enfrentar rápidamente cuatro tipos distintos de vacunas basadas en el ARNm y doblar la apuesta por la que tenga más posibilidades de éxito.

Como parte de los preparativos, la  compañía está cambiando el esquema de producción en cuatro plantas manufactureras, para que fabriquen 20 millones de dosis de la vacuna antes de fin de año y cientos de millones más en 2021.  Bourla  afirma  que  Pfizer  desea invertir US$ 1.000 millones en 2020 para desarrollar y fabricar la vacuna antes de saber si va a funcionar: “La velocidad es fundamental”. 

 Albert Bourla, CEO de Pfizer.

Mientras que el trabajo sobre la vacuna está llamando la atención del público, Pfizer también se está dando prisa para comenzar un ensayo clínico con un nuevo antiviral este verano para tratar el COVID-19. Por otra parte, está involucrado en un estudio en seres humanos que busca readaptar el Xeljanz, el remedio contra la artritis más importante de Pfizer, para usarlo en pacientes que estén en el estadio más avanzado del Coronavirus. 

“Ser el CEO de una compañía farmacéutica que puede marcar la diferencia en una crisis como esta es una carga muy pesada”, confiesa Bourla. “Incluso la forma en que mi hija o mi hijo me preguntan: '¿Tienen algo o no?'”. 

En enero, Ugur  Sahin,  el  brillante inmunólogo que fundó BioNTech, leyó un artículo sobre el COVID-19 en The Lancet. Sahin creó BioNTech con el objetivo de entrenar a las células humanas para que ataquen las enfermedades, en especial el cáncer, y pensó que una tecnología similar podría funcionar contra el Coronavirus. Poco después, Sahin habló con Thomas Strüngmann, el multimillonario alemán  de la industria farmacéutica, quien durante años había respaldado los emprendimientos de Sahin y su mujer, la inmunóloga Özlem Türeci. En referencia a esa conversación, Strüngmann contó: “Me dijo: 'Esto es un gran desastre'. Y puso a la mayor parte de sus equipos a trabajar en la vacuna”. 

En febrero, Sahin (quien hoy es también multimillonario, ya que las acciones de BioNTech se dispararon) llamó a Kathrin Jansen, directora del Departamento de Investigación y Desarrollo de Vacunas de Pfizer. Sahin le dijo que BioNTech contaba con vacunas candidatas para el COVID-19 y le preguntó si Pfizer tendría interés en trabajar con él. “¿Me lo está preguntando en serio, Ugur?”, respondió Jansen. “Por supuesto que nos interesa”. 

Durante los últimos años, a los científicos les ha intrigado la idea de usar ARNm, la molécula genética que les da a las células instrucciones para fabricar proteínas, lo que permite desarrollar remedios para el cáncer, las cardiopatías e incluso para virus infecciosos, al convertir las células humanas en fabricantes de medicamentos. 

Una vacuna que usa ARNm tiene enormes ventajas respecto de una tradicional. Debido a que es posible crearla directamente a partir del código genético del virus, puede desarrollarse y probarse en ensayos clínicos en cuestión de semanas en lugar de meses o años. Sin embargo, presenta una enorme desventaja: nadie ha logrado fabricar una vacuna de este tipo. 

BioNTech no está sola en la búsqueda de la vacuna basada en el ARNm. Moderna Therapeutics, una compañía biotecnológica con sede en Cambridge, Massachusetts, también se puso en marcha y en enero lanzó un gran ensayo con seres humanos para su vacuna de ARNm, con un respaldo financiero de US$ 483 millones por parte del gobierno federal de Estados Unidos. Moderna también apunta a producir millones de dosis por mes 
66 para fin de año. 

Pfizer ya estaba familiarizada con BioNTech. Dos años atrás, ambas compañías firmaron un acuerdo de US$ 425 millones para crear una vacuna basada en el ARNm contra la gripe. A Pfizer le intrigaba si el uso de ARNm permitiría saltarse el proceso de desarrollar una vacuna contra una nueva cepa del virus cada año. Esa velocidad y flexibilidad atrajeron a Bourla a la hora de elegir un socio con el que trabajar en la potencial nueva vacuna. 

El 16 de marzo, Bourla convocó a los altos ejecutivos de Pfizer y les informó que el retorno de la inversión no jugaría ningún papel en el trabajo que estaban llevando a cabo contra el COVID-19. “Este no es un negocio habitual -les anunció Bourla-. La rentabilidad financiera no debe determinar ninguna decisión”. Pfizer firmó una carta de intención con BioNTech al día siguiente. El contrato, que se cerró en abril, no menciona el tema de la comercialización. Pfizer aporta al proyecto su enorme capacidad de producción, de regulación y de investigación; BioNTech aporta la base científica. 

A la vez, Bourla decidió invertir US$ 1.000 millones en el proyecto, así que, si la vacuna funciona, podrá estar disponible para este otoño. Pfizer también está obligada a pagar otros US$ 563 millones a BioNTech si todo sale según el plan. “Mil millones de dólares no nos van a quebrar. Y, por cierto, perder ese dinero no está en mis planes. Mi plan es asegurarme de que usemos este producto -sostiene Bourla-. Nunca se sabe hasta que se ven los datos. Así que, sin duda, vamos a perder mil millones 'si' la vacuna no funciona”. 

El enfoque de Pfizer es excepcional porque está testeando cuatro vacunas distintas: diferentes plataformas de ARNm que inducirían una respuesta inmunitaria segura. Este complejo ensayo comenzará probando diversas dosis de las cuatro vacunas a 360 voluntarios en Estados Unidos y 200 en Alemania, y se extenderá hasta incluir a unos 8.000 participantes. 

El ensayo norteamericano se diseñó para ser adaptable, por lo que la compañía podrá dejar de probar enseguida alguna de las vacunas si los datos de inmunogenicidad demuestran que no está produciendo suficientes anticuerpos para ofrecer protección contra el virus. Las empresas van realizando ajustes sobre la marcha. 

Los expertos miran con escepticismo el objetivo de Pfizer. Drew Weissmann, cuyo laboratorio de la Universidad de Pensilvania trabajó con BioNTech para fabricar vacunas basadas en ARNm contra enfermedades infecciosas, contó recientemente a Forbes que no se sabe si esas vacunas pueden prevenir enfermedades de ese tipo. 
Jansen, directora del Departamento de Investigación y Desarrollo de Vacunas de Pfizer, supone que, para principios de julio, la compañía y BioNTech tendrán una idea más clara acerca de cuál de las cuatro candidatas es la más prometedora y si el cronograma hiperacelerado es factible. 

Cuando Albert Bourla comenzó a dirigir Pfizer, en enero de 2019, hizo sacar la gran mesa de madera oscura de la sala de reuniones de los CEO y no la reemplazó, dispuso las sillas en círculo y colgó fotos de los pacientes en las paredes. La idea era promover el debate abierto y recordarles a todos cuál era el objetivo real de una compañía farmacéutica. Poco después, otros empleados de Pfizer comenzaron a poner en sus escritorios fotos de pacientes que conocían o querían. 

El camino poco ortodoxo de Bourla hacia la cima del poder corporativo empezó en la segunda ciudad más grande de Grecia, Tesalónica, una ciudad portuaria del norte sobre el mar Egeo. Bourla se crio en un hogar de clase media --su padre y su tío tenían una tienda de bebidas- como parte de una pequeña minoría judía que había sobrevivido a la ocupación alemana y el Holocausto. 

Su amor por los animales y la ciencia lo llevó a recibirse de veterinario. En la Universidad Aristóteles de Tesalónica, Bourla era conocido porque tocaba la guitarra y cantaba, y durante los veranos trabajaba como guía turístico alrededor de Europa. En 1993, se incorporó a la sede de Pfizer de Grecia como integrante del Departamento de Sanidad Animal y comenzó una carrera ascendente. Para 2014, Bourla era un ejecutivo de primer nivel en la sede de Pfizer de Manhattan, en la Calle 42, donde, entre otras cosas, dirigió los departamentos de vacunas y remedios oncológicos. Él le aportó un estilo mediterráneo al conservador conglomerado. Sus encuentros grupales eran ruidosos y resonaban a través de los pasillos que, de otro modo, estaban casi siempre en silencio. 

Bourla obligó a las unidades de la empresa a que expresaran sus indicadores en términos de cuántos pacientes estaban ayudando, y no solo en términos monetarios. 

El escocés Ian Read, quien era el CEO de Pfizer en ese entonces, había revertido la suerte  de la compañía en Wall Street, donde sus acciones habían tenido un muy mal desempeño, mediante la readquisición de una gran cantidad de acciones y la desinversión en negocios de leche para bebés y remedios para animales. De manera menos visible, Read reimpulsó la cartera de medicamentos en el importante negocio de vacunas de Pfizer y autorizó a los investigadores a que desarrollaran terapias específicas, en particular para el cáncer, a medida que algunos de sus medicamentos de comercialización masiva, como el Lipitor, el exitoso remedio para bajar el colesterol, pasaron a ser genéricos. 

El último puesto de Bourla antes de convertirse en CEO fue como director del grupo de innovación. Ocupó este cargo como si estuviera dirigiendo una empresa de capital de riesgo de ciencias de la vida. Alentó a que cada una de las seis unidades de negocios, que incluían oncología, vacunas y patologías poco comunes, compitieran para conseguir financiamiento. “Les dije a todos: 'Soy su jefe. Soy un capital de riesgo. El que proponga las mejores ideas obtendrá el dinero' -recuerda Bourla-. Siempre soñé con una compañía que tuviera la escala de Pfizer y la mentalidad de una pequeña empresa de biotecnología”. 

“Albert tiene sentido de la urgencia y eso se expresa en cómo reúne los recursos de la compañía para tratar de crear una vacuna o un tratamiento para el COVID-19”, afirma Read, su ex-jefe. “Es una persona sociable y carismática, que estimula a sus equipos para que trabajen”.

La urgencia de Bourla resultó evidente después de un difícil fin de semana de febrero, cuando se dio cuenta de que el COVID-19 no iba a ser un problema solo para China. El lunes siguiente por la mañana, durante una llamada, Bourla dio instrucciones a la plana mayor de Pfizer. Les dijo a los directores ejecutivos científicos que se aseguraran de que los laboratorios de la compañía permanecieran abiertos, y que tenían que aportar una solución médica para la pandemia. “Si no lo hacemos nosotros, ¿quién?”, preguntó. Le pidió al equipo de  producción que hiciera una lista de los medicamentos de Pfizer -incluyendo aquellos para tratar la insuficiencia cardíaca y las infecciones bacterianas  oportunistas- que tendrían una gran demanda durante una pandemia y que se aseguraran de que no iba a haber inconvenientes por cuellos de botella en la producción. Luego informó oficialmente al directorio que iba a enfocar todo el trabajo de la compañía en el COVID-19. Un día, en medio de esta reorganización, Scott Gottlieb, director de Pfizer, que había dirigido la FDA, salió de la sede de Manhattan de la compañía, y a las pocas horas sus temores se hicieron realidad: llegaban informes de California que reportaban la circulación comunitaria en Estados Unidos. Esa tarde, Gottlieb posteó un tuit: “Se avecina una larga lucha, una que requiere el sacrificio conjunto”; pero, en parte, gracias al trabajo de Bourla en Pfizer, dijo también que el desarrollo de vacunas y terapias ya estaba en marcha. 

A mediados de marzo, Bourla decidió informar públicamente su plan de compartir los datos de su investigación sobre el COVID-19 con las compañías farmacéuticas de la competencia. Prometió usar cualquier excedente de su capacidad productiva e incluso abandonar la fabricación de sus propios productos en las instalaciones de Pfizer a fin de producir tratamientos para el COVID-19 de otras compañías. “Ya conocen el refrán: 'Cuidado con lo que deseas'”, dice Bourla. 

Desde entonces, Pfizer fue contactada por 340 compañías. Ya brindó apoyo técnico a algunas de ellas y está a un paso de firmar importantes acuerdos de fabricación con otras. También está hablando con empresas que necesi- tan financiamiento para sus propias terapias para el CO- VID-19. 

“¿Mis hijos van a ir al colegio este otoño?” -se pregunta Bourla-. Yo también formo parte de la sociedad. No podemos quedarnos callados”. 

Durante una videoconferencia con el directorio de Pfizer a fines de abril, le preguntaron a Bourla qué pasaría si varios fabricantes de vacunas tuvieran éxito. Él respondió que ese sería el mejor resultado posible, porque podrían producirse enormes cantidades de vacunas. 

Más allá del Santo Grial de una vacuna, Pfizer también está intentando lograr soluciones terapéuticas. Pfizer tuvo inconvenientes a la hora de encontrar un laboratorio que pudiera llevar a cabo los ensayos adecuados. La compañía había reducido sus investigaciones sobre antivirales hacía diez años y ya no disponía de un laboratorio con un nivel de bioseguridad apropiado para trabajar con virus vivos. Pero una agencia médica gubernamental independiente ayudó a Pfizer a encontrar un laboratorio apropiado en los Países Bajos. Hubo “varios momentos de malas noticias que arruinaron las buenas noticias que habíamos recibido tres horas antes”, admite Bourla. El trabajo de laboratorio de Pfizer demostró que uno de sus inhibidores de la proteasa, desarrollado inicialmente contra el SARS, tiene actividad antiviral contra el SARS-CoV-2. La compañía apunta ahora a comenzar un ensayo en humanos para ese antiviral, que se administra por vía endovenosa, antes de fines del verano en el hemisferio norte. 

Otro de los medicamentos de Pfizer que está llamando la atención es el Xeljanz, un remedio para la artritis reumatoidea que genera US$ 2.200 millones por año. Es considerado un potencial recurso para calmar la exacerbada respuesta inmunitaria del COVID-19 que abruma a algunos pacientes infectados. En su lucha contra el virus, Pfizer está respaldando un ensayo con Xeljanz en pacientes italianos, así como un ensayo estadounidense que testeará otro remedio para la artritis, un medicamento experimental que ataca la proteína IRAK-4. 

Mientras tanto, por supuesto, Bourla debe dirigir el resto de Pfizer. Aunque planificó una visita simbólica a una planta de la compañía -ninguna de las cuales ha cerrado-, después de organizarla, le informaron que no le permitirían entrar porque no se consideraba esencial. 

“No sé si alguna vez estuve preparado para algo así -admite Bourla-. Pero uno siente que es necesario aguantar y estar a la altura de las circunstancias porque es lo que uno debe hacer”. 

Por Nathan Vardi

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