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Editorial
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17 Marzo de 2020 08.00

Las restricciones de viajes y cierres de fronteras se expanden incluso más que la pandemia de COVID-19. El problema es que “cerrar” un país suele ser más fácil que decidir el momento de reabrirlo.

Si hay un aspecto que diferencia a esta pandemia de coronavirus de otras precedentes, como la de gripe A (H1N1), es la rapidez vertiginosa con que se han extendido los cierres de fronteras y restricciones de viajes alrededor del globo. Lo viví en carne propia: arribé el miércoles pasado a Madrid como escala de pocas horas para visitar Portugal, el Reino Unido y quizás Holanda, fuera del epicentro de circulación local activa. Pero el “estado de alarma” decretado por España y la escalada de medidas similares adoptadas por otros países de la región y del resto del mundo me convencieron de regresar. Tuve suerte de conseguir lugar.

Una víctima directa evidente de estas medidas será la industria de la aviación, que podría perder entre US$ 63.000 y 113.000 millones en ganancias durante 2020.

Sin embargo, otra “víctima” parece haber sido sido el consenso previo de los especialistas en salud pública sobre la ineficacia de esas medidas. La posición oficial de la Organización Mundial de la Salud sigue siendo que negar la entrada de pasajeros que arriban desde países afectados “usualmente no es efectiva para prevenir la importación de caso y, en cambio, puede tener un impacto económico y político significativo”. La Unión Europea sostuvo que se trata de una crisis global que requiere “cooperación más que acciones unilaterales”. “Los virus no tienen pasaportes”, argumentan epidemiólogos. Pero, al 15 de marzo, al menos 30 países habían decidido imponer barreras más o menos estrictas, incluyendo Estados Unidos, Argentina, Perú, Israel, japón, Singapur y Alemania. Y la lista crece todos los días.

Hace dos años, de visita en Buenos Aires para participar del Congreso Mundial de Infectología, la expresidenta de la Sociedad Internacional de Medicina del Viajero y profesora de Enfermedades Infecciosas Emergentes de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, Annelies Wilder-Smith, me lo explicaba con claridad en una entrevista para Medscape: "Hay una cantidad sustancial de evidencia de que la restricción de viajes retrasa la importación de una epidemia, pero solo por algunas semanas. No la detiene". Y agregó que, en realidad, esa medida puede ser contraproducente, porque puede impedir el traslado de personal sanitario, equipamiento o medicación (sin contar los efectos devastadores sobre la economía).

Con la aparición del brote del COVID-19, la volví a contactar. Y allí Wilder-Smith atemperó su posición previa. Me indicó que hay distintas fases de una epidemia, y que, en la primera, llamada de “contención”, cuando solo hay casos importados y el virus no circula dentro de las comunidades, restringir los vuelos o cerrar fronteras puede servir para “ganar tiempo” y preparar mejor la respuesta de los sistemas de salud.

¿Por qué, salvo excepciones temporarias, como la restricción que implementó Argentina de los vuelos desde México durante dos semanas, no se adoptó masivamente esa medida con la pandemia de gripe A? Porque no dio respiro. Los primeros casos se notificaron en México a fines de abril de 2009; el 11 de junio, la OMS declaró el máximo nivel de alerta pandémica y reportó que había cerca de 30.000 casos confirmados en 74 países. Para entonces, Argentina tenía 470 casos positivos. Menos de un mes más tarde, a comienzos de julio, el Ministro de Salud de Argentina arriesgaba que podría haber ¡100.000! infectados en el país con la nueva gripe. Y en Estados Unidos se estimaban más de un millón de casos. Hoy se calcula que la pandemia habría afectado hasta al 25% de la población mundial y causado más de 200.000 muertes,unas 15 veces la cifra oficial confirmada por laboratorio.

Como escribió el periodista Justin Fox de Bloomberg, los expertos creen que una vez que se dispersa una cepa de virus influenza (como H1N1) no puede controlarse, salvo con vacunas, porque hasta la mitad de los casos de transmisión se producen a partir de personas sin síntomas.

El SARS-CoV-2, el coronavirus responsable del COVID-19, tiene una biología diferente. Es contagioso, sí, pero mayormente desde personas que ya presentan síntomas, como fiebre y tos, lo que facilita su identificación y aislamiento. La enorme mayoría de los países, incluyendo la Argentina, siguen en la fase de contención, porque, aunque tienen casos importados o por transmisión local, todavía no están en la etapa en que se “libera” la circulación social del virus y no se puede reconstruir el origen o nexo epidemiológico de cada paciente nuevo que se infecta.

Es poco probable que ese último escenario se pueda evitar: algunos expertos temen que en su primera oleada el nuevo coronavirus infecte al 40-70% de la población mundial. Pero con medidas como el distanciamiento social sí se puede aplanar la curva de nuevos casos y facilitar la capacidad de respuesta de los hospitales, en especial, para la atención de los pacientes más vulnerables, como los mayores de 65. La morbilidad y mortalidad del virus se ponderarán en su justa medida.

Para entonces, las restricciones de viajes o cierres de fronteras en epidemias pasan a ser medidas absolutamente irrelevantes, me decía Wilder-Smith, porque habrá transmisión viral interna, como ocurre todos los años con la gripe estacional. ¿Pero quién se anima a predecir cuándó Cerrar un país, con razones fundadas o no, suele ser más fácil que decidir el momento “seguro” de reabrirlo.

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