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24 Octubre de 2019 07.00

A una semana del inicio de las protestas, nadie parece saber cómo se resolverá esta crisis institucional inédita desde el regreso de la democracia.

"Es como una invasión alienígena”. La ya célebre frase de la Primera Dama chilena, Cecilia Morel Montes, es un síntoma de lo que señaló ayer Ricardo Lagos, presidente de Chile entre 2000 y 2006: “Lo que está pasando es una desconexión entre la élite política y la ciudadanía y todos somos responsables. Yo soy responsable, la gente me ve como miembro de la élite”.

En Chile sobrevuela un estupor de doble entrada: ¿cómo fue que la situación se desmadró tantó, y ¿cómo nadie lo advirtió? La desorientación es clara en la contradictoria actuación del presidente Piñera, quien primero desestimó la protesta estudiantil contra el aumento en el boleto del metro, luego se declaró en guerra contra un “enemigo poderoso”, luego pidió perdón por no haber escuchado a sus compatriotas, y tras proponer medidas paliativas que tuvieron como respuesta un incremento en las movilizaciones acaba de anunciar que “queremos terminar con los toques de queda”.

Incluso hacia dentro del Gobierno comenzaron a vislumbrarse las primeras fisuras, con la clásica división entre halcones y palomas. El hombre fuerte del gabinete, el ministro del Interior Andrés Chadwick, enfrenta un grave cuestionamiento por la decisión de establecer los toques de queda y la militarización del territorio. De las 18 muertes reconocidas oficialmente durante la crisis, al menos 5 ocurrieron a manos de militares o carabineros. Y comienzan a aparecer denuncias de organismos de Derechos Humanos sobre apremios ilegales, detenciones arbitrarias y hasta violaciones. Como dijo el propio Lagos, "creo que no se evaluó suficientemente lo que era volver a tener militares en la calle”.

“Milicos en la calle, para Chile es sinónimo de dictadura”, dice un reconocido emprendedor chileno. Y agrega que “el Gobierno ha reaccionado muy mal y muy lento. Todavía tiene aliados, pero va a depender de medidas concretas. El parlamento está con tanta presión que toda propuesta expondrá a la oposición poniéndolos en evidencia si no cooperan”. “Esto va a pasar pero marca un antes y un después”, cree, y afirma que “los desmanes, incendios y saqueos también son un síntoma de una sociedad bastante enferma”. Mientras tanto, al Gobierno se le dificulta la negociación con los sectores en los que naturalmente podría apoyarse, como la Democracia Cristiana y el Partido Radical. La dinámica de los acontecimientos hace que los reacomodamientos sucedan minuto a minuto. La cabeza de Chadwick es de las más apuntadas.

Quizás la dificultad mayor para el Gobierno sea la ausencia de un claro interlocutor. Prueba de esa nubosidad es el crisol de interpretaciones sobre quién es el verdadero sujeto de la revuelta. Mientras que para la izquierda son los jóvenes, obreros y desclasados, para la derecha se trata de ínfulas chavistas (teoría avalada tanto por la ministra de Seguridad argentina Patricia Bulrich como por Diosdado Cabello).

El ex candidato a presidente de Chile Marco Enríquez Ominami ofrece otra interpretación: “No es una revolución de izquierda, es una rebelión de consumidores” ahogados por el endeudamiento y el alto costo de vida. En ello parece coincidir el empresario Andrónico Luksic, dueño del conglomerado Quiñenco y uno de los hombres más ricos del país, quien pidió medidas urgentes para “muchos compatriotas que ya no pueden esperar” y anunció un aumento para los trabajadores de sus empresas de menor escalafón, quienes no ganarán menos de 500.000 pesos (unos $ 41.000 argentinos) a partir de ahora.

El modelo chileno, ensalzado por el liberalismo internacional, enfrenta la mayor crisis desde que fue establecido durante la dictadura de Augusto Pinochet. La continuidad de sus líneas rectoras durante los gobiernos de la Concertación primero y luego el tándem Bachelet-Piñera fue igualmente ponderado, sobre todo en Argentina, donde en cada foro resuena el rezo laico de las “políticas a largo plazo”.

Efectivamente, en estos 30 años, Chile fue exitoso en reducir la pobreza, ensanchar la clase media y reducir su desigualdad. La respuesta de la sociedad movilizada es que el proceso es o insuficiente o demasiado lento. Y eso también es gobernabilidad.

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