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Lifestyle
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28 Agosto de 2018 12.30

Un paseo por las tierras del champagne y la exquisita historia de Dom Perignon, la marca legendaria de las burbujas.

La escena es insuperable. Hacia adelante, una ladera de suave pendiente extiende las vides en perfecta línea recta y, allá abajo y a lo lejos, el terreno desemboca en un pueblo de casas bajas construidas al margen del río Marne. El horizonte se completa con bosques de robles, campos dorados y más viñedos; el cielo es un espectáculo aparte: las nubes, esponjosas e inquietas, pasan a gran velocidad, haciendo que el sol juegue con su luz y las sombras en cada rincón del paisaje.

Hasta acá, esta vista podría ser la misma que la de cualquier otro día en la mágica y emblemática región de la Champagne, en Francia. Pero este no es un día como cualquier otro. Hoy, Dom Pérignon dará a conocer su Vintage 2008, y su Chef de Cave, Richard Geoffroy, fiel a su estilo poético e imaginativo, ideó una experiencia única. “Por favor, elijan su lugar y disfruten su degustación en solitario”, indica, radiante y conmovido, a los casi 150 invitados (entre amigos personales de Geoffroy, periodistas de todo el mundo y clientes VIP) que todavía no salen de su asombro: entre las vides, han dispuesto pequeños soportes clavados en el suelo hechos de espejo, que reflejan el cielo y las plantas y donde esperan las copas vacías, casi escondidas entre las hojas. Una vez ubicados, la música clásica empieza a sonar y las botellas de Vintage 2008 se descorchan. Durante siete minutos exactos, cada invitado se sumerge en su propia experiencia. El terruño, la música y las burbujas generan un propio blend que transporta y eleva. Al finalizar, el aplauso es unánime: Richard Geoffroy lo hizo una vez más.

Hace ya 28 años que este médico devenido enólogo es el máximo custodio del legado de Dom Pérignon. Se trata de una tarea mucho más compleja de lo que podría parecer, a priori, el hecho de elaborar champagne como modo de vida. Es que no se trata de un vino más: debe su origen al monje benedictino Pierre Pérignon, considerado el padre espiritual de este vino y al que algunos le atribuyen la famosa frase “Estoy bebiendo estrellas”. Más de 300 años después, la marca pertenece hoy al conglomerado multinacional de lujo Moët Hennessy Louis Vuitton (LVMH), aunque Geoffroy repite una y otra vez que la esencia de lo que hacen va más allá del negocio; si bien no es menor el hecho de que el grupo facture más de ? 40.000 millones anuales, gracias a marcas que van desde Gucci, Fendi, Marc Jacobs y Dior hasta Kenzo, TAG Heuer y, claro, Hennessy, Chandon y Louis Vuitton.

No hay dudas de que monsieur Geoffroy logró traspasar las fronteras del negocio para convertir el fruto de su trabajo en algo más trascendental. “Para hacer el mejor champagne, la clave es la visión y la toma de riesgos: la reinvención constante, pero con el foco siempre en la armonía que tanto buscó Pierre Pérignon. En todo esto, la técnica es necesaria, pero secundaria. Seguro, tenemos los mejores viñedos, el mejor equipo, todo el apoyo financiero de la empresá pero el mundo del vino es muy conservador, y la mayoría es complaciente. En cambio, acá vamos por otro lado. Estamos abiertos a la magia”, admite, y sus ojos brillan como los de un nene con juguete nuevo.

Así, durante casi tres décadas, Geoffroy jugó con el champagne más famoso del mundo a su piacere, y fue esa actitud lúdica y creativa la que lo llevó a convertirse en uno de los enólogos internacionales más reconocidos. Fue él quien introdujo el concepto de “plenitud” o etapas del vino. Tres, para ser exactos, en las que el champagne alcanza un nuevo nivel de expresión. La primera, de los ocho a diez años; la segunda, entre los 15 y los 20; y la tercera, pasados los 25. “Cada plenitud nos cuenta una nueva historia. Es un pico de energía, de intensidad”, explica el Chef de Cave. Pero quien crea que su atención está puesta en el pasado se equivoca: él es también el responsable de movidas osadas de la marca, como las alianzas creativas con el artista Jeff Koons, el diseñador Karl Lagerfeld y el músico Lenny Kravitz.

Más tarde, cuando invita a los comensales a recorrer la abadía de Hautvillers, donde vivió el monje benedictino, una construcción de piedra con todo el peso de la historia y la leyenda sobre sus cimientos, agrega pensativo: “La perfección no es algo que tengamos que buscar. La perfección es fría. Me gusta mucho la filosofía japonesa, que dice que tenés que tener un elemento imperfecto para crear algo perfecto”.

A su lado, a todo momento, camina Vincent Chaperon, su discípulo desde hace ocho años y quien, el 1° de enero de 2019, lo sucederá como Chef de Cave. Un legado que, sabe, será todo un desafío cuidar: “Estamos en un trabajo en el que el tiempo está en el corazón de todo lo que hacemos. Richard es un maestro en manejar el ritmo, que para mí es la clave de todo. Porque, si trabajás oponiéndote al ritmo del negocio, ya sea muy rápido o muy lento, lo arruinás. Y, una vez que estás demasiado cómodo en ese ritmo, también tenés que poder saltar a lo que sigue, para acelerarlo”, reflexiona Chaperon. Entonces, Geoffroy esconde una lágrima y, antes de largar una carcajada, le responde: “¡Te enseñé bien!”.

Empieza a caer el sol en la campiña francesa. El apacible río Marne se vuelve plateado y el horizonte de colinas verdes se ilumina con tintes dorados. Este es, esencialmente, el mismo paisaje que vieron los romanos, milenios atrás, cuando se instalaron y crearon los primeros asentamientos de la región. Trajeron con ellos la cultura de la vid, la celebración al dios Baco. Hoy, más de 280.000 hectáreas de familias dedicadas al vino confirman que algunas pasiones humanas todavía perduran, intactas.

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